Mi vida ha girado en torno al milagro y al misterio del nacimiento de Jesús en el pesebre. Llevo conmigo al niño que fui y nunca he olvidado mi experiencia infantil de la navidad, llena de amor y alegría. No dudo de que Dios se hizo hombre en las entrañas de la virgen María. San José, su padre adoptivo, como esposo de María fue el sostén honrado y trabajador que dio a los suyos un hogar, abrigo, sustento y todo el amor del mundo. Navidad, ante todo, es una vivencia familiar feliz, pues Jesús vino al mundo en el seno de una familia.
Recuerdo como algo muy especial los paseos en bus hasta la iglesia de Nuestra Señora de las Aguas, cerca de la sede actual de la Universidad de los Andes, para subir a las faldas de Monserrate a recoger musgo para el pesebre. ¡Era toda una aventura con el almuerzo familiar preparado por mi mamá y llevado cuidadosamente en ollas de la casa! Almorzar en el monte, en familia, era una experiencia auténtica de humanidad.
Con el musgo armábamos el pesebre. Primero, se construía el cielo. Mirábamos maravillados cómo el envoltorio de papel de un bulto de azúcar se convertía en el cielo estrellado de la noche de Belén. Lo pintábamos entre todos de azul, con añil preparado por mi hermana mayor y mi cuñado. Con paciencia y cuidado, recortaban en él pedacitos en forma de estrellas en diferentes lugares. Luego, con engrudo casero, pegaban trozos de papel mantequilla en los huecos recién abiertos. Cuando consideraban que el cielo tenía suficientes estrellas, clavaban el papel en la pared. Más tarde, un mágico bombillo hacía aparecer todas las estrellas del cielo en la sala de la casa. ¡Nuestro pesebre tenía un cielo estrellado!
Navidad debe tener el burro y la mula, los pastores, el musgo, los quiches, las casitas de cartón, el palacio, el lago sobre un pedazo de espejo roto, la nieve con algodón, arena en el desierto, los reyes magos, un poco de papel aluminio que simulaba una bella quebrada, el olor a tamal, el cariño y la música que nos dieron en esa época tan alegre quienes nos criaron. En las novenas, navidad era un pájaro de plástico lleno de agua que hacíamos trinar durante los villancicos; era dicha, canciones, armonías, luz que disipa las tinieblas. Era el rostro puro y dulce de mamá, el canto de mis hermanos junto al pesebre, la compañía de mi padre que nos ordenaba silencio e imponía orden en el desorden infantil y en las risas de los villancicos.
‒¡Yo quiero leer los gozos!
Con la vieja novena en mis manos, intentaba leer titubeando y desesperando con mi deletreo a los grandes. A mis cuatro años, Bertha, mi hermana mayor, maestra graduada, me estaba enseñando a leer y escribir y yo quería descubrir qué había detrás de las letras y los significados incomprensibles de los versos de cada gozo.
‒¿Qué es un gozo? ¿Qué es un Adonaí potente?
¿Alguien puede explicarle a un niño de esa edad lo que eso significa? Esas palabras misteriosas e incomprensibles siguen siendo parte del misterio navideño. Recuerdo a mi madre con su bondadoso rostro explicándome que eso era Dios y que el niño Dios era bueno, sonriente, bondadoso y teníamos que amarlo sobre todas las cosas. Portarse bien era el mejor indicador y testimonio de que amábamos al Jesús que nacía en el pesebre.
Por supuesto, navidad eran también los regalos. Recuerdo el olor de la ropa nueva, mis zapatos “tractor” con una suela de caucho reforzado de cuatro centímetros y costuras dobles sobre el cuero reluciente. Tenían que durar por lo menos seis meses aguantando mis patadas al balón. Recuerdo los bluyines nuevos, la camisa a cuadros, la pistola de fulminantes, el sombrero y el caballo de palo. Con esa indumentaria me sentía el mejor vaquero del oeste que luchaba contra los indios y les ganaba. Recuerdo la noche en que recibí mi primer balón de fútbol y mis primeros guayos. Para estrenarlos, salí en pantaloneta a la calle en medio de la noche a jugar con mis amigos de la cuadra.
El regalo más importante que recibí de niño me lo dio mi papá. Yo tenía 7 u 8 años. Uno o dos días antes del 24, quería darle una tarjeta de agradecimiento a un amigo del colegio parroquial que me había ayudado a resolver problemas de matemáticas. Como mi mamá me había dicho que no tenía plata para eso, la busqué en los rincones de la casa. La encontré, la tomé, compré la tarjeta, la firmé y se la mostré. Mi mamá me preguntó que de dónde había sacado plata para comprarla. Con una ingenua mentira le dije: ¡me los encontré! Más tarde, a la empleada de la casa le hacían faltaban los 50 centavos de la tarjeta. Mi mamá, con absoluta firmeza, me hizo decir la verdad. Escuché en silencio su reprimenda. Me hizo pedirle perdón a la empleada y me puso a pensar cómo iba a devolverle su dinero. Tenía que ganármelo y dárselo. Sentí alivio por haber reconocido mi falta, pero tenía mucho susto de lo que diría mi papá. Poco después me llamó y acudí muy avergonzado.
Su sentencia fue contundente. Por faltar a la honradez, me dijo que no tendría regalos de navidad. El 24 todos recibieron regalos, menos yo. En mi cuarto, lleno de tristeza, lloré a mares. Más que llorar por mis regalos, sentí que había herido profundamente la honradez y el amor de mis padres. El cansancio y la tristeza me vencieron y me dormí con gran dolor en mi corazón. Al otro día, con el perdón de mi papá y de mi mamá, recibí mis regalos. El más grande de todos fue la lección que aprendí y que me sirvió para siempre: por encima de cualquier cosa, en la vida tenemos que ser honrados y honestos. Nada justifica la trampa, la deshonestidad y la mentira. Esa enseñanza me permitió, desde entonces, tener éxito en todas las acciones de mi vida. Gracias a esa navidad he sido una persona de toda confianza.
Mis padres eran fervorosos feligreses de la parroquia de los jesuitas. Mi hermana Bertha ya cantaba en el coro de la iglesia, dirigido por el maestro Barrera. Con todos nosotros, compartía el talento musical heredado de la hermosa voz de soprano de mi madre y del fervor de un barítono como mi papá, que cantaban de oído, sin maestros ni partitura. Su alma estaba llena de música y deseos de enseñar. Mi madre cantaba pasito…, ¡pero tan lindo!
Después de tener a sus cinco hijos, mi Bertha se graduó de maestra de música en la Universidad Pedagógica y en su voz reflejaba la belleza de su alma. A mis seis años, ella, orgullosa de la voz sus hermanos más pequeños, nos presentó al maestro Barrera. Con mi hermano Daniel, dos años mayor que yo, comenzamos a cantar a dos voces. Nuestro primer “solo” fue: “Fuentecita que corres, clara y sonora…”. Además de cantar junto al pesebre casero, cantábamos en la iglesia, en la calle y en las casas de las familias que nos invitaban. Después de la novena nos daban aguapanela con queso y almojábanas. ¡Una verdadera delicia y un abrigado calorcito en las frías noches bogotanas! Así, antes de ser acólito, fui integrante del coro de la parroquia.
Veo en navidad las luces de bengala, las “buscaniguas”, los torpedos, los totes, los volcanes, los voladores, todo lo que estallara en el cielo expresando la alegría de los corazones. Todo eso lo tuvimos en casa de la manera más simple y natural, porque todo lo compartíamos: el pan de la mesa, la oración al acostarnos y el silencio de la noche que reparaba las fuerzas.
La Navidad en mi adolescencia y mi primera juventud
A los 11 años fui admitido en el colegio Mayor de San Bartolomé y formé parte del coro. Aprendí a cantar en verdadera polifonía y con orquesta, el Himno de la Alegría de Beethoven y el Aleluya de Haendel. De allí pasé al Mortiño, donde conocí a amigos que lo han sido para toda la vida. Recuerdo las canciones que me enseñaron los padres Gorostiza, Forerito y Fortunato Herrera y entendí que la alegría se transmite con la música que sale del corazón. Al cumplir 15 años y terminaré cuarto bachillerato, fui admitido en el noviciado. A pesar de los ruegos de mis padres y de mis hermanas, que me pedían que esperara para graduarme de bachiller en San Bartolomé, me uní a mi hermano Daniel para hacer nuestros dúos en Santa Rosa de Viterbo. Bajo la dirección del padre Fernando Londoño, junto con mis antiguos compañeros del Mortiño, comenzamos a aprender otros villancicos navideños.
El canto coral de Navidad durante los cinco años que pasé en Santa Rosa me dejaron ecos permanentes. Aún resuena en mis oídos la voz maravillosa del tenor cubano Luis Guicheney, cantando el Ave María. A algunos privilegiados nos dio clases de canto los domingos por la mañana. También recuerdo a Lucho Nates cantando en la capilla central de nuestro palacio santarroseño durante la comunión de la misa de medianoche: “Oh portal, oh palacio del rey celestial… Oh Belén, oh morada de mi dulce bien… Quiero yo mirarme en tus pupilas para verme retratado en su cristal…”. Lleno de alegría también pude cantarle al niño “Noche anunciada, noche de amor”, el villancico de Ariel Ramírez que aprendí de los Fronterizos. Con las novenas y la serenata del 24 de diciembre que cantábamos por los corredores del edificio, antes de la misa de medianoche, la navidad en mi juventud siguió siendo la fiesta de Jesús que nace en los hombres de buena voluntad y seguí confirmando que la Encarnación del Hijo de Dios llena la vida de sentido, de bondad y de generosidad.
Recuerdo una anécdota muy simpática de una noche de novenas en la parroquia de Villa Javier en el sur de Bogotá. Rodrigo Quintero, junior jesuita y yo, que iba a iniciar filosofía, salimos al presbiterio de la Iglesia a cantar el villancico “Déjame, niño hermoso, que te cante mi bambuquito…”, de Germán Bernal, S.J. Nunca imaginé lo que iba a suceder. Con la iglesia abarrotada de fieles iniciamos la interpretación acompañados por nuestras guitarras. Al llegar al momento del dúo del “arrurrú”, le recordé a Rodrigo que él haría la primera voz y yo la segunda. Él entendió mi indicación al revés. Como no se sabía la segunda voz, puso una cara de susto terrible y de sorpresa y comenzó a cantar el arrurú con un ronroneo sordo y bajo, completamente fuera de tono… Me callé, pero no pude aguantar la carcajada en plena ceremonia. Tuve que parar, con un poco de vergüenza; respiré, me calmé y me disculpé ante los feligreses. Puestos de acuerdo en que él haría la primera voz y yo la segunda, volvimos a comenzar. Al llegar de nuevo al arrurrú, nos miramos y, sin poder contenernos, estallamos en francas carcajadas que contagiaron a toda la iglesia que veía a dos curitas “totiados” de la risa, tratar de decirle al niño Jesús que se durmiera, cuando lo despertaban con sus risas estruendosas. Tuvimos que salir del presbiterio y entrar a reírnos en la sacristía, mientras el pobre curita se quedó sin villancico. ¡Navidad era también risa y alegría!
También en una temporada de Navidad conocí a quien hoy es mi esposa. Al terminar mis primeros dos años de magisterio, ya había sido destinado a Filosofía y estaba integrándome al equipo jesuita que trabajaba en Cenpro. Ellos vivían en una casa de la calle 39 con carrera 17 en el barrio Teusaquillo de Bogotá. Yo iba a comenzar a dar clases de religión a niños en la televisión educativa de Inravisión. Jorge Uribe, el cura periodista que aún no se había ordenado sacerdote, me pidió que lo acompañara esa noche a entregar regalos de Navidad a los niños que habían enviado sus cartas a El Tiempo. Alberto Duque manejaría el jeep de Cenpro y Jorge tomaría fotografías, pues se había comprometido con el periódico a escribir una crónica ilustrada sobre las reacciones de las familias y de los niños al despertarse para recibir sus regalos. Yo debía anotar y recordar lo que pasaba en cada casa. El almacén Sears, donde trabajaba su hermana menor, Myriam, había donado los regalos pedidos por los niños. Después de cenar, dormimos un poco ‒la jornada sería larga, hasta la madrugada‒. Salimos hacia las 8 p.m. con los regalos, recogimos a Myriam, vestida con el uniforme de Sears y durante toda la noche entregamos los regalos, como estaba planeado. Ese momento navideño en 1971 me puso en contacto con la que sería mi esposa seis años después, en marzo de 1977. Creo que ese fue un momento providencial de Navidad que Jesús puso en mi camino.
A finales de 1974, estaba viviendo un proceso de maduración espiritual, decidiendo si comenzaba los estudios de teología en Chapinero o tomaba otro rumbo en mi vida. Me detuve ante la gruta de la virgen en la cancha de fútbol del colegio San Ignacio en Medellín mientras rezaba el Rosario y sentí interiormente que la Virgen María me decía: “¡Tranquilo, mijito! Esta vida de jesuita ya no es para ti. Vas a seguir el camino de Jesús, pero vete. No vas a pelear con mi hijo. Siempre estarás con él”. Experimenté una profundísima paz y una alegría desbordante que no me cabía en el corazón. María me indicó el camino que he procurado seguir. A pesar de mis faltas y pecados, el Jesús del Evangelio, el Jesús del pesebre, sigue siendo mi orientador, mi Dios y mi Señor.
Viajé a Bogotá a hablar con el padre Javier Osuna, viceprovincial de formación de los jesuitas. Era diciembre y estaba por comenzar la época navideña. Después de una larga y sincera conversación con mi superior, mi consejero y amigo, Javier me indicó:
‒“Todavía eres jesuita, pero vas a entrar en un proceso de discernimiento. Ve a vivir con tu familia durante un mes o el tiempo que sea necesario, a experimentar interiormente y analizar qué quieres para ti en tu vida y qué quiere Dios para ti. Cada noche, cuando estés a punto de dormir, anotas en un cuaderno qué sientes en tu corazón y en tu espíritu frente al pensamiento de salir de la Compañía de Jesús o de quedarte en ella: alegría, desazón, tranquilidad, tristeza… Lo mismo harás cada mañana, al despertarte. Habla y consulta durante un mes con sacerdotes jesuitas y con compañeros que te conozcan. Cuéntales en qué estás”.
Luego de corroborar que cada día de ese diciembre sentía solo serenidad y alegría y que mis amigos jesuitas me decían que me fuera en paz, pedí mi retiro jurídico de la Compañía y emprendí el camino de la vida en la Iglesia, como laico, hijo, esposo y padre de familia.
De regreso a mi familia e inicio de mi nueva vida
La navidad de 1974 con mis padres, hermanos y mi familia me permitió redescubrirla. Me había apartado de ella a los 15 años, en la adolescencia. Volví a los 26, joven inexperto, aprendiz de la vida y dispuesto a recibir lo que ella me guardaba. Fue una verdadera fiesta: Javier me entregó a mis padres, me dejó en casa y me recomendó escribirle a Myriam. Ella estaba de gira por Ecuador y Venezuela con Viva la gente. Su dirección me la dio quien es hoy mi cuñado, el padre Manuel Uribe, S.J. En la carta que le escribí dejé que hablara mi corazón. Le conté que ya no era jesuita y que, si ella me aceptaba, estaba dispuesto a formar con ella mi familia. Me puse en manos de Dios y esperé su respuesta.
Myriam regresó a Colombia a final de enero de 1975. Nos hicimos novios. A comienzos de marzo el gobierno alemán me otorgó una beca completa para estudiar televisión y comunicaciones en ese país. Me inscribí en el Goethe Institut y estudié con juicio el idioma teutón. Viajé a Alemania a comienzos de octubre. Mi primera Navidad fuera de Colombia la pasé en Dortmund, con una hermosa familia católica que me recibió en su casa. Junto al árbol (Tannenbaum), no sentí más soledad. Quien en ese momento era el hijo menor de la familia Gaumer, Hardy ‒12 años‒, hoy es el gran hermano y amigo que nuestro hijo mayor, Juan Manuel, tiene en Alemania. Sus padres, Eberhard y Gerda me acogieron como un hijo; los hermanos, Mathias, Nanie y Bárbara, fueron mis profesores de alemán y mis amigos durante los meses de aprendizaje del idioma. Hoy Juan Manuel, su esposa Ximena y nuestro nieto, Federico, se sienten acompañados en un país donde el invierno arrecia y en este tiempo de navidad es necesario el calor de una familia. Navidad siguió siendo familia, amor y música.
Con Myriam iniciamos nuestra familia el 26 de marzo de 1977. En diciembre ya estábamos esperando al primogénito y con toda ilusión comenzamos a vivir nuestras navidades. Juntos armamos nuestro primer pesebre en el apartamento que habíamos arrendado en el barrio Sears: un pesebre pequeño, con el que comenzamos a compartir la misma profunda devoción. Con mi guitarra, comprada en Alemania y que todavía conservo, cantaba junto al pesebre, para ella y para el bebé que estaba en camino, mi canción de cuna al niño Dios, “Dulce sueño blando tiene mi Dios…”. Como regalo pude darle a Myriam un anillo muy lindo, complemento del que le había dado en nuestro compromiso matrimonial antes de viajar a Alemania. Desde entonces, ella usa el pisargolla, junto con el anillo de compromiso.
Juan Manuel nació en mayo de 1978. Cerca de navidad en 1979, cuando aún no tenía dos años, estudiábamos en la Universidad de Columbia, una cuidadosa mamá se quedó con él para que Myriam y yo asistiéramos al concierto de Navidad en el que un coro maravilloso, acompañado por una gran orquesta, cantó el oratorio completo del Mesías de Händel. Sentados en el segundo piso de la iglesia junto a una distinguida señora norteamericana, ella nos preguntó qué hacíamos en Nueva York. Al saber que éramos esposos y estudiantes de Columbia, nos invitó a pasar la noche de Navidad con ella y su familia. Agradecimos emocionados su bello gesto y le dijimos que esa fecha la pasaríamos con las familias de nuestros profesores y amigos Pat Tirone y su esposo Bob Oprandi. Nunca hemos estado solos en navidad, ni hemos dejado de sentir y de vivir el amor y la alegría navideña.
Con los años, llegaron nuestros otros dos hijos y continuamos la celebración de Navidad. Ellos fueron protagonistas en la construcción del pesebre, en el arreglo del árbol y en la iluminación del jardín de la casa. Siempre escribieron sus notas al niño Dios y esperaron con ilusión la fiesta de Navidad. Cuando llegó el momento, a cada uno le explicamos que Jesús hacía posible que ellos recibieran los regalos, pues gracias a él teníamos salud, trabajo, ilusión para conseguir nuestras metas y cumplir nuestra misión sobre la Tierra. En el conjunto residencial donde pasamos 22 navidades, vivieron su infancia, aprendieron a montar en bicicleta, a patinar, a trepar árboles, a hacer amigos, a compartir su adolescencia y su primera juventud. Éramos la familia musical del barrio y todas las noches en el gran parque donde estaba el pesebre comunal animábamos las novenas. Compartíamos aguapanela, buñuelos, y natilla. Navidad era la fiesta de todos. En ella no había sino calor familiar y sincera amistad.
Cuando llegaba el 24 de diciembre, distribuíamos el escaso tiempo de ese día para hacer un periplo por Bogotá. Almorzábamos donde Cris, la hermana de Myriam. Rezábamos la novena y salíamos a pasar un rato donde mis papás, rezar la novena con mis hermanos y entregarles sus regalos. Luego, casi a las 6.00 p.m. salíamos para la casa de Bertha y Enrique, mi cuñado. Luego de la tercera novena y de cantar un rato las mismas y bellas canciones familiares, a las 9.00 p.m. salíamos para la casa de Alicia, la hermana mayor de Myriam, y a cantar la misa de medianoche, celebrada por mis cuñados jesuitas, cerrando así la noche de Navidad. Después de las visitas, la misa y la repartición de regalos, hacia las 2 o 3 a.m. llegábamos a nuestra casa. El cansancio nos hacía dormir hasta tarde en la mañana del 25, sintiendo algo de nostalgia pues habían terminado las celebraciones. Sabíamos que Navidad es el momento en que Dios se hace hombre en medio de una familia. Jesús no nació para vivir solo.
Nuestras navidades hoy
Después de casi 45 años de matrimonio, ya no vivimos en la casa grande donde crecieron nuestros hijos. Ellos formaron sus hogares y viven su vida. Nuestro apartamento alberga un hermoso pesebre en el que Myriam se deleita cada final de noviembre distribuyendo anacrónicamente zonas geográficas imaginarias: el barrio holandés, el alemán, las casitas campesinas colombianas y el desierto de Medio Oriente. El hueco de la chimenea acoge cálidamente la cueva de Belén con la cuna del niño, las estatuas de María, José, los pastores y los reyes magos, más grandes que las casas. Un ángel proclama la gloria del Señor. Juntos adornamos el árbol de navidad, regamos de luz las terrazas y las ventanas exteriores del apartamento y el primer día de diciembre despertamos a nuestros hijos en donde estén, en cualquier parte del mundo, para que escuchen el villancico “Despierta oh tierra, despierta ya”, como los despertábamos cada primero de diciembre mientras vivieron con nosotros.
Tal como unió a María, a José y al niño Dios al formarse esa sagrada familia, la navidad nos sigue uniendo como familia. Mientras estemos vivos y llevemos en nosotros la alegría y la paz de navidad, seguiremos adornando de luz nuestra vida y nuestra familia y cantaremos por siempre el Gloria a Dios en las alturas y paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad.
Jesús y su mensaje nacen en nuestras almas, en el amor a nuestros semejantes, en la búsqueda de la justicia. Para mi patria no quiero más odios en las luchas por el poder. Quiero la paz verdadera para todos. Quiero vivir por siempre la alegría de cantar en coro y de hacer felices a otros. Quiero recibir sobre mi vida, sobre mi esposa y sobre mis hijos, sobre todas las familias, la bendición y la bondad del Señor que nace eternamente en cada Vavidad.
Bernardo Nieto Sotomayor
Diciembre, 2021
10 Comentarios
Sin comentarios. Muy hermosa narración. Siento que ahora lo conozco y admiro más. Bernardo es un TIPASO!
Gracias por tu generosidad, Humberto. He compartido lo que soy y lo que siento hoy en mi vida y en cada navidad. Experimento una gran alegría y una paz enorme, nacida de la fe sencilla, sin especulaciones. Jesús, el del evangelio y su mensaje nos exigen vivir en servicio para todos, siempre.
Disfruté mucho leyendo tus recuerdos navideños y encontré varios puntos de identificación con tu carrera. 1) El encanto y disfrute de la música navideña a lo largo de la carrera, 2) Yo también pasé de El Mortiño a Santa Rosa. 3) Yo también ingresé de 15 y salí de 26, 4) Yo también al terminar magisterio y ser autorizado a pasar a teología hice un balance de mi vida eclesiástica y decidí dar un paso al costado. 5) Yo me retiré en 1962 y Tu ingresaste en 1963. 6) El papel importante de la música a lo largo de nuestras vidas. Feliz Navidad y muchos éxitos!
Querido Alberto: muchas gracias por tus palabras y por saber de estas maravillosas coincidencias. Guardo un agradecimiento muy especial contigo y deseo para todos en tu casa una gran alegría navideña, esa que nace de vivir con el pesebre siempre en el corazón. Un abrazo para Monse, Patricia y todos.
Gracias Bernardo por abrir tu corazon y compartir con nosotros tu recorrido interior de lo que has vivido como Naivdad. Es, en le mejor espiritu de lo que debe ser la Navidad, tu regalo espiritual que es mucho mas valioso que cualquier cosa envuelta en papel brillante. Gracias porque tu narracion rescata lo mejor de las festividades sin dejarse ahogar por la obligacion comercial de tener que comprar, comprar porque “sin regalos no hay Navidad”. Falacia del consumerismo que nos ahoga el sentido profundo de lo que merece celebrarse: un momento sublime de la aparicón del Mensajero de Dios que transformó la mentalidad religiosa del mundo durante los siguientes 2,000 años.
Querido Reynaldo, para tí y para todos los tuyos te mando un abrazo muy especial y agradecido por tus palabras y tu reflexión. Nuestra vida, así lo siento, está ligada profundamente a nuestra experiencia de fe y de amor. Siento al Señor vivo y presente en cada instante de mi vida. Feliz navidad para todos los tuyos.
Después de leer la pequeña gran historia de tu vida, me quedé con la sensación de que eres un ejemplo a seguir. Me hiciste revivir momentos fantásticos como jesuíta, y me ayudaste a renovar los grandes principios que deben guiar nuestra existencia. Mil gracias.
P S. Javier Ozuna y su hermano Héctor fueron compañeros míos en Santa Rosa.
Querido Jaime, muchas gracias por tus palabras. Estoy convencido de que lo que somos y tenemos siempre será para los demás. Mientras pueda, compartiré la alegría y la bondad que la Navidad ha dejado permanentemente en mi vida. Jesús niño nace y nos invade con su ternura, su bondad y completamente necesitado de todo. El Señor del Universo, hecho hombre, es el niño abandonado, la madre inmigrante que busca alimento para sus hijos, el padre sin trabajo que huye de la violencia y extiende su mano para pedir nuestra ayuda. Javier Osuna está presente también en nuestro hogar, cada dia. Un gran abrazo.
. Linda tu biografía navideña. Llena de la sabiduría inspiradora que emana de la fé. Mil gracias por el ejemplo que nos das (como te lo dice Jaime López). Recibe con Myriam, tus hijos y tus nietos un gran abrazo, con los mejores augurios para el 2022.
Querido César: muchas gracias por tus palabras. Experimento en mí la plena convicción de que Dios se hizo hombre y dejó su doctrina en la sencillez y exigencia del evangelio. No sé explicar los misterios. Simplemente me pongo de rodillas y adoro en silencio la divinidad hecha niño. Y siento una profunda paz que me hace escribir y decir a otros lo que esa presencia misteriosa deja en mí. Te mando un gran abrazo, extensivo a Myriam y a todos los tuyos.