El reino de la mentira es fruto, al menos parcialmente, del ejemplo y la formación ética impartida por la Iglesia al pueblo colombiano y a sus élites desde la Colonia en el siglo XVI y por lo menos hasta la Constitución de 1991 o incluso hasta hoy. No de otra forma pueden entenderse los hábitos de disimulo y encubrimiento en un país cuyas élites y pueblo recibieron la profunda influencia ética y religiosa ejercida por la Iglesia católica durante seis siglos.
No exagero. La Iglesia neogranadina realizó una vasta labor educativa en el pueblo colombiano durante la Colonia. No en vano era la iglesia más extendida y mejor implantada en el Nuevo Reino. Desde el siglo XVI contaba con el patrocinio financiero y político de la Corona (el Patronato real), de la que dependía y a la que la Iglesia servía de brazo político-religioso. Además, gracias a su vocación misionera –ajena a la dirigencia social y política urbana– parte del clero religioso trabajaba en ásperos territorios alejados de los centros urbanos donde convivía con la población más pobre, nativa, afro, mestiza o mulata. De este modo, la Iglesia había conquistado una influencia cultural y un arraigo popular que el nuevo Estado independiente y sus dirigentes urbanos estaban lejos de emular.
Ante esa realidad, después de la independencia, en el siglo XIX los gobiernos liberales tomaron drásticas medidas para reducir el poder de la Iglesia, separarla del Estado y someterla a su control. En este empeño secularizador participó una parte del clero. Sin embargo, los esfuerzos modernizadores fracasaron. Hacia el final del siglo los sectores más conservadores muy ligados a la Iglesia lograron, con el apoyo de Miguel Antonio Caro y del pragmático cartagenero Rafael Núñez, que se impusiera un régimen centralista y autoritario asentado, no en las armas –como en el resto de la América hispana–, sino en la homogeneidad cultural que, por medio de la educación, la Iglesia se encargaría de difundir a todo lo largo y ancho del país.
Así quedó consagrado en la Constitución de 1886 y el Concordato de 1887, que delegaron en manos de la Iglesia la responsabilidad de construir nación sobre la base cultural hispánica: la religión católica, la lengua castellana y el pénsum educativo. De este modo, la influencia cultural adquirida por la Iglesia durante la Colonia siguió consolidándose. Fue profunda sobre todo en el centro, centro-oeste y centro-este del país, mientras en las zonas costeras del Caribe, el Pacífico y las riberas de ríos como el Magdalena, el Cauca, el Orinoco y otros, su penetración fue muy limitada. Ese régimen perduró, debilitado pero nunca extinguido, hasta la Constitución de 1991. Y aún hoy, la nostalgia de aquellos tiempos revive o pervive en algunos sectores católicos.
Ahora bien, Colombia se ahoga hoy en un pantano de mentiras, delitos, crímenes y violencias solapadas por las que sectores poderosos –numerosos dirigentes políticos, no pocos militares de alto rango, algunos obispos, clérigos y laicos católicos, ganaderos, terratenientes, grandes empresarios– persisten en el empeño de ocultar, tras autores materiales de origen humilde, su autoría intelectual o su legitimación de la violencia. No es extraño que la mayor parte de estos sectores se haya excluido de la JEP y le saque el cuerpo a la Comisión de la Verdad, instituciones que buscan destruir y que, contra viento y marea, han logrado avances inéditos en ese camino.
Una parte reducida de la jerarquía católica comparte esa actitud, aunque hoy, la mayor parte del clero y de los mismos obispos desempeñan una labor ejemplar en las regiones a favor de las comunidades. De hecho, la Iglesia es hoy quizás la institución que hace una contribución más dedicada y concreta a la construcción de paz en las regiones y las poblaciones más apartadas, actuando con frecuencia a despecho del gobierno. De todos modos, la Iglesia no debería olvidar que, en su historia, no han faltado poderosos jerarcas que han contribuido de modo importante a legitimar la violencia política. Sobre ese aspecto resultan ilustrativos varios casos, ya no del siglo XIX, sino del XX y XXI.
El obispo de Pasto (1896-1906), el agustino español Ezequiel Moreno Díaz, acogió la sentencia hispánica “ser liberal es pecado mortal” y, en plena Guerra de los Mil días (1899-1902), predicó en repetidas ocasiones sobre la necesidad de usar la fuerza contra los liberales, “enemigos de la religión católica”, y exhortó a los feligreses a empuñar las armas contra ellos, rompiendo así el tabú del asesinato político. El prelado fue declarado santo en 1992. En su canonización, Juan Pablo II lo presentó “como un modelo y fuente de inspiración para los nuevos evangelizadores”.
Caso destacado en este sentido es el de Miguel Angel Builes (1888-1971), obispo antioqueño de Santa Rosa de Osos. Builes se posesionó en 1924 y en sus sesenta cartas pastorales sometió a crítica implacable al partido liberal y a todas las expresiones de la incipiente modernización en Colombia. En 1931, escribió: “(…) lo que es esencialmente malo jamás dejará de serlo, y el liberalismo es esencialmente malo”. En 1938, concluyó su carta con una patética llamada a la guerra santa contra los comunistas: “¡Soldados de mi patria! (…) Ya suenan los clarines que llaman al combate. (…) Vuestra misión es defender la patria. ¡Atrás el extranjero! ¡Viva Colombia!”. Proclamas como esta siguen haciendo eco en el espíritu de muchos militares, paramilitares y ciudadanos del común.
Un caso más reciente es el del tolimense Alfonso López Trujillo. Siendo arzobispo titular de Medellín, López perseguía a los curas y monjas más comprometidos con los pobres, mientras no tenía empacho en darle su respaldo público al programa “Medellín sin tugurios”, de Pablo Escobar. En 1971, ascendió a obispo auxiliar de Bogotá y, en 1972, fue elegido secretario general del CELAM, desde donde enfrentó a los sacerdotes y laicos partidarios de la teología de la liberación y a las comunidades de base. Su comportamiento privado, sin embargo, reñía con lo que predicaba. Más tarde, fue nombrado cardenal por Juan Pablo II y encargado de presidir el Consejo para la Familia.
Durante muchos años, incluso a partir de fines de los años 70, en épocas de represión generalizada y manifiesta violación de los derechos humanos por parte del Ejército nacional, los capellanes militares y sus obispos no dudaron en seguir bendiciendo las armas asesinas y reforzando su sectarismo político. Esa asidua indoctrinación tuvo efectos que aún permanecen en el espíritu de oficiales y soldados.
Y en época reciente, tras los acuerdos de paz firmados por el Estado colombiano con las Farc en 2016, aunque la jerarquía hizo suyo el lema genérico de la paz, no tuvo reparo en oponerse a los acuerdos aduciendo las mismas razones invocadas por la oposición política.
Vale la pena aclarar este punto de suma importancia. Con las Farc se había acordado dar prioridad a la reparación de las víctimas mujeres. A este pacto se lo denominó “preferencia de género”, asumiendo la noción de género en su sentido taxonómico tradicional, puesto que en Colombia apenas si se conocía el nuevo concepto de “género” como libre elección individual de la identidad sexual. Pero la oposición política y, luego, la jerarquía católica y numerosas iglesias pentecostales, supusieron engañosamente que los acuerdos de La Habana avalaban el nuevo concepto de género y desfilaron públicamente contra ellos en días previos al plebiscito de 2016. Ese rechazo arrastró a muchos fieles y tuvo buena parte de responsabilidad en el triunfo del No. Con todo, muy lejos estaban los miembros del Secretariado de las Farc de esa perspectiva tan liberal y resulta ridículo imaginar a Humberto de la Calle, Sergio Jaramillo o al general Mora suscribiéndola. Sorprende que, aún hoy, en contra del insistente apoyo del papa Francisco a la paz en Colombia, un sector del episcopado siga mirando con desconfianza y reticencia los acuerdos.
En la actualidad, así ninguno hubiese tenido responsabilidad personal en los hechos, los obispos católicos harían bien en pedir perdón públicamente por los errores institucionales del pasado y del presente, ubicándolos, desde luego, en los distintos contextos históricos que los hacen comprensibles, aunque no justificables.
Ese reconocimiento sería profundamente sanador para la sociedad colombiana y podría abirle la puerta a un sinceramiento nacional. Una parecida actitud profundamente ética, asumida por una institución como la Iglesia católica ‒que, a pesar de su crisis actual, sigue siendo punto de referencia de la moral nacional‒, no la desacreditaría; por el contrario, le daría la mayor credibilidad y todos los títulos para trabajar por la paz. En su ejemplo, altos oficiales, dirigentes políticos, terratenientes, ganaderos, grandes agricultores y empresarios de toda naturaleza que hayan tenido alguna forma de participación en el conflicto, podrían hallar el estímulo moral y el coraje para asumir públicamente su cuota de responsabilidad y pedir perdón a las víctimas. Esa gesta moral descorcharía finalmente la botella que encapsula la verdad y permitiría sanar el alma nacional, hoy gravemente enferma.
Luis Alberto Restrepo
Noviembre 2020
8 Comentarios
Luis Alberto: tus fundamentados comentarios le dan mucha altura a nuestro blog y pone las bases sólidas para un diálogo fructífero. Gracias.
Las verdades historicas duelen cuando se las destapa con analisis ponderados y hechos historicos documentados. La recopilacion de los hechos historicos en su momento historico que hace Lus Alberto Restrepo es ese tipo de analisis que destapa lo que la verdad oficial tapa pues son muchos los que la validaron. Que el momento historico que vivimos nos permita abrir la mente, sopesar las evidencias y hacer juicios mas equilibrados de lo que paso y lo que vivimos como resultado de dichos procesos. Y que de alguna manera contribuyamos a esclarecer el camino recto a seguir.
La nación colombiana vive aún en la premodernidad, gracias a la falta de educación del pueblo colombiano causado por la ignorancia generalizada de las clases menos favorecidas que ya son casi el 70 % del total de la población. Sin educación de calidad, una nación seguirá aferrada al atraso y al subdesarrollo mental y material. Por ello, las élites del país ponen las condiciones y hacen con el pueblo y con los recursos lo que les da la gana e inclusive, escriben la historia según su antojo o interés. Así las cosas, no parece heber mucha esperanza de que la verdad salga a flote en esa botella cerrada.
Creo que también es el momento para unir esfuerzos y capacidades: la comunidad jesuítica debe dar un paso adelante en el acercamiento a la jerarquía de la iglesia….
Qué interesante conocer aquellos prelados de la iglesia Católica, quienes desde tiempo atrás, han intervenido en asuntos políticos y sociales, dejando recuerdos reprobables o situaciones de caridad y amor. Esto, porque en La Viña del Señor, de todo se da.
Gracias a Dios, que nuestro querido Papa, está interesado en intervenir en todos los descalabros colombianos, para que por fin alcancemos La Paz, tan anhelada.
Gracias, por este artículo, Luis Alberto.
Me pareció muy significativo para el blog el artículo que publicó hoy 10 de noviembre Cristina de la Torre en las páginas editoriales de El Espectador (https://www.elespectador.com/opinion/verdad-y-simulacion-ensotanada/ ) que alude al texto de Luis Alberto Restrepo y la relación que hace con la situación política colombiana.
Para que el Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No-Repetición, sea verdaderamente integral, deberá analizar todos los campos (tierras, actores, finanzas, víctimas, acciones, justicia, política…) y todos los aspectos dentro de cada uno de los campos. Si no, la verdad seguirá embotellada.
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