La Iglesia católica (2 de 4)

Por: Luis Alberto Restrepo
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En el artículo anterior sostuve que Jesús no fundó una iglesia, expliqué las diferencias entre Pedro y Pablo a ese respecto y afirmé la helenización del cristianismo a partir del Concilio de Nicea. En efecto, allí los obispos griegos asumieron la fe en el marco conceptual de su cultura. Esta se transformó, entonces, en adhesión a una doctrina y se convirtió en un campo de batalla intelectual, ligado al poder. En consecuencia, todos los obispos, incluyendo al Primado de Roma, dejaron de preocuparse por su testimonio del amor de Cristo para transformarse en celosos guardianes de ‘la ortodoxia’.

Como ya señalé, en la mentalidad judía y, por lo tanto, en la de Jesús, la fe –como la verdad– es ante todo una disposición práctica. Significa plena confianza en alguien y, tratándose de un maestro y guía como Jesús, implica su ‘seguimiento’ efectivo: la adopción de unos valores y una práctica similares a los suyos, pero los obispos reunidos en Nicea asumieron la fe en el marco conceptual de su refinada cultura y pretendieron definir claramente lo que entendían por ‘verdad’, contraponerla al error y condenar y excluir de una vez por todas a los ‘herejes’ como Arrio y sus seguidores. Se convirtieron así en creadores y defensores de una ortodoxia.

Es comprensible que así haya sucedido. Para la mentalidad de muchos griegos resultaba seguramente inadmisible la idea de un dios que se hiciera hombre, y que entre ese dios y su engendro humano existiera todavía una tercera instancia –el espíritu– también divina. Ese enigma suscitó seguramente escándalo y dividió a los mismos creyentes, quienes comenzaron a forjarse distintas versiones: que Jesús era solamente hombre o meramente dios, o que se parece mucho a dios, pero no lo es, y que el espíritu no es dios, o que son tres dioses. Todo ello generó confusión y enfrentamientos en las comunidades y divisiones en el mismo Imperio. No es, pues, extraño que los obispos reunidos en Nicea quisieran aclarar estas dudas y resolver la situación. Pero las consecuencias –sin duda inadvertidas– fueron funestas. 

Helenización de la fe

Para lograr la unidad, Nicea adoptó la concepción de verdad y los conceptos mismos de la filosofía griega. En la “persona” (hipóstasis) de Cristo se hallarían unidas dos “naturalezas” (physis): una divina y otra humana. La Trinidad, por su parte, estaría constituida por tres personas (hipóstasis) que subsisten en una misma “sustancia” (ousía) divina. Estas definiciones deben de haber llenado de satisfacción intelectual a los Padres de la Iglesia y les permitieron dirimir las importantes tensiones y conflictos que atravesaban a la comunidad cristiana, aunque no les proporcionaran una orientación más precisa para sus vidas. En adelante, la fe no consistiría tanto en el anuncio y el testimonio práctico de un amor como el que demostró Jesús, cuanto en la aceptación intelectual y la profesión pública de las creencias enunciadas en el Credo por el Concilio. En realidad, la filosofía griega de la época, anclada en la visión de la realidad como un “cosmos” (orden jerárquico) fijo e inmutable, carecía de las estructuras intelectuales necesarias para comprender y analizar la lógica histórico-social expresada en la vida y mensaje de Jesús. Este tipo de lecturas solo iría surgiendo en Europa a partir de la modernidad.

Además, como el término griego hipóstasis no tenía equivalente en latín, fue sustituido por “persona” (prosopon), expresión que traía consigo graves malentendidos. Mientras la hipóstasis de los griegos podía ser simultáneamente compartida por varias hipóstasis similares, el término latino “persona” tenía un alcance más restringido y se atribuía, en principio, a un individuo, a una unidad separada de otras unidades similares y contrapuesta a ellas. De allí surgía la posibilidad de pensar en la Trinidad como si fuera la unidad de tres dioses diferentes, tal como lo entendería equivocadamente Mahoma.

Ligado a lo anterior, como lo muestra la historia, la preocupación central de los obispos y del Papa dejó de ser su compromiso con el anuncio y el testimonio del amor de Cristo, para transformarse en una celosa vigilancia y severo control de ‘la ortodoxia’. En adelante, la Iglesia solo reconocería como cristianos, no a quienes amaran como Jesús, sino a los que aceptaran plenamente el Credo conciliar. Si se tiene en cuenta que la legitimación del orden social y político del mundo antiguo dependía esencialmente de las concepciones religiosas y filosóficas predominantes, no es extraño que los jerarcas de la Iglesia adquirieran un creciente poder político.

A pesar de los esfuerzos de Nicea, el arrianismo resurgió más tarde en Constantinopla, y ya no se limitó a negar la divinidad de Jesucristo; negó también la del Espíritu Santo. Para frenar estas nuevas vertientes, Teodosio I reunió el Concilio de Constantinopla I (381), que incluyó la divinidad del Espíritu Santo en el Credo de Nicea. Así quedó, pues, completa y bien estructurada la Trinidad: tres “personas” distintas –Padre, Hijo y Espíritu Santo– en una sola ‘substancia’ divina. 

Las creencias cristianas se convirtieron desde entonces en la ideología central del poder político en el Imperio. El Credo fue utilizado, primero por Constantino y luego por Teodosio I, como una especie de Manifiesto que les permitía excluir, perseguir y liquidar tanto los cultos paganos como las “herejías” cristianas, que amenazaban la paz y la unidad del imperio. 

El empeño en preservar la ortodoxia se transformó en fuente inagotable de nuevas doctrinas o “herejías” entre los seguidores de Jesús. La lista es larga. Las primeras, surgidas en los siglos IV y V ‒docetismo, maniqueísmo, monarquianismo, patripasianismo, ebionismo, arrianismo y semiarrianismo– negaron, bien fuera una verdadera humanidad del Verbo encarnado o bien su divinidad. Luego, del siglo V al VII, aparecieron teorías que ponían en cuestión la unión hipostática Dios-hombre en Jesucristo: nestorianismo, monofisismo, monotelismo.

Destaco una tercera consecuencia de la orientación intelectualista que adoptó la fe cristiana: el Cristo diseñado por la fe de Nicea y Constantinopla desdibujó la historia de Jesús y su seguimiento efectivo, y los sustituyó por la adhesión a una ortodoxia metafísico-teológica. Los Evangelios pasaron entonces a la periferia de la vida cristiana, reducidos a piadosos anecdotarios sin especial coherencia interna y carentes de significación social y política

A fines del siglo IX, la “verdadera” doctrina cristiana se había transformado en una ideología tan sólida que estaba en capacidad de sustentar el poder y el orden político de un remedo religioso del Imperio romano: la Cristiandad (siglos X-XVI). En la Navidad del año 800, un franco, Carlomagno, recibió la corona de “Emperador de los romanos” de manos del Papa León II. El nuevo emperador se propuso reconstruir la unidad del desaparecido Imperio Romano sobre la base de la doctrina cristiana, pero la creación de la Cristiandad tropezó inicialmente con grandes dificultades. Solo tres siglos después de iniciada, Inocencio III (1198-1296) la llevó a su culminación como unidad de numerosos pueblos, basada en el reconocimiento de una misma doctrina y una misma moral: el imperio totalitario de la ortodoxia católica. 

La teología escolástica, con Tomás de Aquino (1224-1274) a la cabeza, tuvo un papel decisivo en la consolidación de la Cristiandad. La Iglesia romana asumió la escolástica como un sistema intelectual invulnerable, con el que podría gobernar por siempre el mundo. Sin embargo, desde el mismo siglo XIII, apenas concluida la construcción de esa gran fortaleza intelectual de la Iglesia, comenzaron a surgir nuevas herejías como los albigenses (s. XII-XIII) y sobre todo los “pobres de Lyon”, cuyas posturas anticlericales y antijerárquicas los acercaron a los promotores de la revuelta protestante en el siglo XVI.

En adelante, para hacerles frente a las disidencias doctrinales y políticas de la Cristiandad, el aparato eclesiástico no cesaría de distribuir excomuniones (expulsiones fuera de la comunidad creyente), que luego eran acompañadas por persecuciones, exilio y otras penas aplicadas por el poder civil. 

Asimismo, para tratar de exterminar religiones diferentes como el islam, entre 1095 y 1291, durante casi tres siglos, se emprendieron ocho cruzadas, expediciones militares que se proponían tomar Jerusalén y recuperar los lugares santos. Se las llamó así por la cruz que llevaban los guerreros bordada en sus pechos. La hagiología católica exalta las Cruzadas como gestas heroicas contra tribus bárbaras, cuando en realidad los ejércitos cristianos eran hordas salvajes de gentes primitivas que se lanzaron contra las muy cultas, exquisitas y refinadas poblaciones turcas, muy debilitadas por su mutua competencia, lo que permitió un sinnúmero de traiciones.

Finalmente, en el siglo XVI, el fortín eclesiástico crearía la Inquisición, institución que perdura todavía hoy –discretamente velada por las exigencias de la modernidad– con el nombre de Sagrada Congregación de la Fe. 

Constantinización de la Iglesia

Como señalamos, la helenización transformó la fe cristiana en adhesión a una doctrina. Al amparo de ese gravísimo malentendido teológico se desarrolló la “constantinización” de la Iglesia. A partir del siglo IV, el aparato eclesiástico se iría convirtiendo en el centro del poder económico, político y militar del naciente mundo medieval. La práctica del amor al modo de Jesús –como solidaridad con el débil y denuncia pública de los abusos de los poderosos– desapareció de la vida pública.

En el siglo IV, el sagaz emperador Constantino, seguramente preocupado por el debilitamiento de la religión romana y la rápida expansión e influencia popular de la nueva fe, optó con pragmatismo por dejar de perseguir a los cristianos y atraerlos más bien para su propio provecho y el de la misma Roma. Gracias a este astuto cambio y a todo el apoyo que Constantino comenzó a brindarle, la fe cristiana pudo extenderse rápidamente por el Imperio. 

De no haber sido por esta interesada actitud de Constantino, confirmada formalmente por Teodosio, quizá la fe cristiana no habría pasado de ser un pequeño brote disidente del mismo judaísmo, pero con este cambio de política, Constantino y Teodosio no solo fortalecieron a la Iglesia. Al mismo tiempo, indujeron en ella una gravísima desviación de la fe al transformar la fe en Cristo exactamente en lo contrario de lo que Jesús había pretendido: en una nueva legitimación religiosa del poder, al modo del judaísmo de entonces; más aún, en el centro del poder imperial. 

En 312, Constantino ordenó que le devolvieran a los cristianos los edificios confiscados, prohibió que se los obligara a celebrar ritos paganos, declaró el domingo como día festivo, construyó iglesias, obsequió al papa Silverio el palacio de Letrán y mandó construir en el monte vaticano una basílica en honor de san Pedro: regalo envenenado. Al mismo tiempo, el emperador inició la persecución de todos los demás cultos, que tenían su fortín sobre todo entre los “paganos” (del latín pagus: pueblo, aldea), campesinos habitantes de pequeños poblados. Finalmente, trasladó la capital de su imperio a la antigua Bizancio –Constantinopla, desde entonces–, mientras el Papa permaneció en la ciudad de Roma, hasta esa época sede del emperador. A partir de esos tiempos –y durante más de 1000 años– el gran palacio de Letrán se convertiría en la sede central de la Iglesia católica hasta cuando, en el siglo XIV, los Papas se trasladaron al Vaticano.

En 380, el emperador español Teodosio I (379-395) consumó el vínculo de la Iglesia con el poder: declaró al catolicismo de Nicea como “religión del Estado”. El abierto respaldo al catolicismo, la persecución a los arrianos sobrevivientes, el acoso a los paganos, la corrupción, las incursiones de las tribus germánicas y las rivalidades entre sus propios sucesores acabaron por dividir definitivamente al imperio. En 395, con la muerte de Teodosio I, concluyó el Imperio Romano y comenzó la Edad Media.

La unión entre Iglesia católica y Estado a partir del siglo IV permitió que el Papa y los obispos se enriquecieran y adquirieran poder civil. Los favores imperiales abrieron la puerta para la intromisión del emperador y de los nobles en el nombramiento de pontífices y obispos, así como para la participación de estos en el poder económico y político. Estas condiciones llevaron a la Iglesia en el siglo X a uno de los más deplorables niveles de su historia: cerca de cuarenta papas y antipapas pasaron durante siglo y medio por el pontificado romano. Unos fueron nepotistas, algunos inmorales en su vida privada y pública, y otros se sometieron a las familias de nobles que dominaban la ciudad. Varios murieron asesinados. 

La corrupción vaticana no concluyó en el siglo X. Todavía cinco siglos más tarde accedió al solio pontificio el español Rodrigo Borja con el nombre de Alejandro VI (1492-1503). Borja había ascendido en la jerarquía católica gracias a la relación con su tío, el papa Calixto III. Sus influencias políticas le llevaron finalmente al papado en 1492, año del “descubrimiento” de América (puede suponerse cuál fue la fe que se implantó en el Nuevo Mundo). Como pontífice, Borja procuró que su familia se consolidase dentro de la nobleza italiana y acrecentase su poderío, tarea que emprendió junto con sus hijos Juan, César, Lucrecia y Jofre. Sin embargo, toda la riqueza y el poder que habían obtenido sucumbió con la muerte de Alejandro VI.

En el siglo XVI estalló la gran rebelión protestante, que partió a la Cristiandad en dos. Mientras Erasmo y sus seguidores procuraban rehacerla mediante concesiones a los rebeldes, la Iglesia respondió, en 1542, con la reactivación de la Sagrada Congregación de la Romana y Universal Inquisición –policía política de una Cristiandad en crisis– y con el Concilio de Trento (1545-1563). En lugar de un concilio de reforma, Trento fue un cónclave de condena a todos los reformadores. Los Papas y los jesuitas impulsaron esta reacción. A Trento no le siguió la unidad cristiana, sino más de un siglo de guerras de religión. En consecuencia, desde el siglo XVII, las élites intelectuales e industriales modernizantes de Europa fueron llegando a la conclusión de que la religión debía ser excluida de la vida pública y política, y que era necesario buscar nuevos fundamentos, ahora “racionales”, que permitieran construir una sociedad tolerante y pacífica. La Cristiandad había muerto.

Entre los siglos XVIII y XX, la Iglesia siguió ofreciendo una tenaz y desesperada resistencia a la modernidad. Apoyándose en los campesinos, inspiraba partidos “conservadores” que trataban de frenar la secularización. Así coexistían casi dos naciones en muchos países del mundo católico: una rural y conservadora, y otra urbana y republicana, tensión generadora de infinitos desequilibrios, desórdenes y violencias. 

Finalmente, la modernidad urbana y racionalista prevaleció en Europa. En América Latina, y en particular en Colombia, donde entramos a la república supuestamente moderna bajo la tutela y el espíritu dogmático e inquisitorial de la Contrarreforma, vivimos todavía los agresivos y regresivos rezagos de ese conflicto campo-ciudad.

Luis Alberto Restrepo M.

Mayo, 2021

4 Comentarios

John Arbeláez Ochoa 11 mayo, 2021 - 10:01 am

Luis Alberto, extraordinaria erudición y objetividad en tu artículo. Lo he remitido a mis Hermanos de la Logia y familiares por ser de interés universal esta hisktoria del desarrollo y evolución de la Iglesia Católica.

Maravilloso y esclarecedor tu escrito. Esperamos los próximos que ojalá sean más de 4

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Eduardo Jiménez 11 mayo, 2021 - 1:23 pm

Maravilloso y muchísimas gracias a Luis Alberto por contarnos cómo “probablemente ocurrieron las cosas” con ilustración y sin dogmatismos.
Anoto solamente que en Nicea se confirmó además la separación entre el cristianismo y el judaísmo, que por supuesto ya venía de mucho antes. Según Eusebio, Constantino envió una carta a los obispos que no habían participado en el Concilio insistiendo en que era necesario que la iglesia se separara de la “detestable compañía de los judíos”, quienes habían cometido “el más abominable de los crímenes” (la muerte de Jesús).
Nicea fue en pocas palabras el inicio (o la continuación) del distanciamiento entre lo que predicó Pablo y lo que pudo haber predicado Jesús, y lo que vino después.
De nuevo gracias Luis Alberto, pendiente de tus próximas entregas y no sé si las estás recopilando en un libro, Un abrazo

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Hernando Bernal A. 12 mayo, 2021 - 11:25 am

Luis Alberto: estoy de acuerdo con Eduardo. Una presentación tan ilustrada, objetiva y clara, merece que se convierta en un libro. Un cordial saludo. Hernando

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Juan Gregorio Velez 19 mayo, 2021 - 9:08 am

Gracias Luis Alberto por tu maravillosa perspectiva histórica. A propósito de ella me surgió una hipótesis que espero validar en tus dos entregas posteriores y con la crítica de nuestros hermanos. En esa historia surge una dialéctica entre conciencia evangélica y estructuras lingüísticas – jerárquicas. Se llegó al punto de que las segundas encarcelaron y hasta mataron la primera. Nuestra tarea histórica será restablecer el equilibrio y la armonía entre ambas y en caso de duda aplicar el principio de los primeros cristianos: “debemos obedecer primero a Dios que a los hombres”. Temo que me pase en el juicio particular que el Maestro me diga: “Goyo tuve hambre, sed, fui peregrino, estuve en la cárcel y enfermo y tú te dedicaste a escribir tratado sobre la comida, la bebida, el hospedaje, la justicia y la salud y no me diste ni pan, ni agua, ni techo, ni compañía, ni aliento…”

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