En una charla virtual e informal con un grupo de amigos y familiares, el autor plantea las características de la globalización actual, heredera de otras globalizaciones, gracias a los adelantos tecnológicos. Esta era plantea desafíos políticos, económicos, informativos, demográficos y hasta religiosos. El texto se completa con un artículo posterior.
Todo es relativo. Incluido el tiempo. El hoy del que hablo como historiador tiene ya 30 años. Corresponde a un período de tiempo que se ha dado en llamar la era de la globalización. Comenzó con el final de la Guerra fría en 1991 y se ha caracterizado por la hegemonía de Estados Unidos (actualmente amenazada por China), por un giro neoliberal en economía y por una revolución en los campos de la informática y las telecomunicaciones. En este período se han transformado profundamente los modos de producción y las relaciones laborales. La creación de riquezas ha sido extraordinaria, pero también lo ha sido su escandalosa concentración en pocas manos, que genera peligrosas tensiones sociales y políticas.
La revolución informática y de las telecomunicaciones ha hecho posible la circulación y acumulación nunca antes vista de conocimientos científicos y tecnológicos que, a su vez, han dinamizado la economía, la cual se apoya en un modelo de sociedad de consumo, altamente utilizadora de recursos naturales, también sobreexplotados por causa de un extraordinario crecimiento demográfico que ha sido posible por los adelantos científicos en el campo de la salud. Por otra parte, el tipo de explotación y transformación de estos recursos está causando graves problemas ecológicos ‒contaminación ambiental, cambio climático, extinción de especies, reducción de la biodiversidad…‒ que rememora la precariedad de nuestros logros, así como la reciente pandemia del Covid-19 nos recuerda la fragilidad de nuestra especie y la capacidad que tienen los virus para globalizarse.
Globalización es un concepto unificador que designa una serie compleja de procesos económicos, tecnológicos, políticos, sociales y culturales que se realimentan y han llevado a una creciente comunicación e interdependencia entre los distintos países del mundo. Este concepto ayuda a hacer más inteligible nuestro actual momento, pero su uso exige ciertas precauciones, comenzando por el hecho de que no hay que confundir un concepto con la realidad a la que se refiere. La realidad es que la globalización no es una totalidad omnipresente y homogénea: se trata de una serie de interacciones múltiples y constantes entre lo local, lo regional, lo nacional y lo continental. Por eso ningún actor –ni las más grandes empresas, ni los Estados más potentes, como Gran Bretaña en el siglo XIX o Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XX– ha sido capaz de dominar el mundo en su conjunto; este es muy vasto, diversificado y contradictorio.
La globalización no es automática ni mecánica, sino una construcción dinámica, inestable y conflictiva, fruto de cambiantes relaciones de fuerza. Estados Unidos, al salir vencedor de la guerra fría, fue entusiasta promotor de una globalización que se ajustaba muy bien a sus intereses. Ahora China, camino de convertirse en la primera potencia mundial, defiende una globalización que le sea favorable.
La globalización no es la abolición de los conflictos entre los Estados ni la abolición del espacio o las distancias. La humanidad habita un globo terrestre dividido en 24 zonas horarias, dos hemisferios (norte y sur) ‒con las estaciones invertidas‒ y el 70 % del territorio cubierto de mares y océanos. Sus espacios, naturales o modificados por la actividad humana, son de una inmensa variedad. La globalización no suprime, pues, los territorios. Lejos de uniformar el planeta, el proceso de globalización se basa, por el contrario, en una valoración de las diferencias territoriales (como lo hace la enorme industria del turismo) y en una optimización de lo que se llama “ventajas comparativas” que pueden ofrecer los diferentes territorios (recursos naturales, mano de obra –barata o calificada–, buenas infraestructuras, etc.). Se trata, por lo tanto, de territorios desigualmente integrados a la globalización, donde las interdependencias y las jerarquías siguen construyendo centros y periferias.
La globalización tampoco es una realidad omnipotente. Precisamente por sus dimensiones y complejidad es muy vulnerable, como toda construcción humana. Para recordarnos la fragilidad de nuestras economías globalizadas bastan una crisis política (como las dos “guerras del Golfo”, 1991 y 2003), una catástrofe natural (el volcán islandés Eyjafjallajökull que entra en erupción en abril de 2010 e impide durante ocho días el sobrevuelo de un vasto espacio aéreo), un accidente tecnológico (como el de la central nuclear de Fukushima, en 2011) o una pandemia, como la del Covid-19 en 2020.
Comprender nuestra actual globalización implica también ser conscientes de que se trata de la etapa más reciente de un largo proceso histórico. La primera globalización comenzó a fines del siglo XV, gracias a los progresos en el arte de la navegación, y fue liderada por Portugal y España. En 1487, Bartolomeu Dias dobla el Cabo de Buena Esperanza, punta meridional de África; en 1492, Cristóbal Colón llega a las Antillas; en 1498, Vasco de Gama arriba a las Indias; en 1500, Pedro Álvarez Cabral desembarca en el nordeste del Brasil; entre 1519 y 1522, la expedición al mando de Fernando de Magallanes realiza la primera circunnavegación de la Tierra. Se efectúa, entonces, una expansión sin precedentes del mundo conocido y comienzan cuatro siglos de hegemonía colonial europea a escala mundial.
Una segunda globalización se da a partir de la primera mitad del siglo XIX. Las potencias europeas en plena “revolución industrial”, con Gran Bretaña a la cabeza, se lanzan a la búsqueda de recursos y mercados e imponen progresivamente al mundo entero su dominación política, económica, social, lingüística y cultural. Esta segunda globalización es posible gracias a la revolución de los transportes (navegación a vapor, ferrocarriles, telégrafo) que acelera la circulación de información, de personas y de mercancías a precios más bajos. El comercio internacional y los movimientos de capital se incrementan de manera espectacular mediante el desarrollo de redes bancarias internacionales y de las primeras empresas transnacionales.
El auge de las rivalidades entre imperios por una nueva división del mundo y sus riquezas lleva en el siglo XX a la Primera Guerra Mundial (1914-1918) que, junto con la Gran Depresión de los años 30, desaceleran el proceso de globalización. Viene luego la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) y el subsiguiente periodo de Guerra Fría. Es una época de “equilibrio del terror” poco propicia a la globalización, pues el mundo se divide en dos bloques antagónicos, liderados por Estados Unidos y la URSS, respectivamente. Aparecen, sin embargo, nuevas organizaciones internacionales, como las Naciones Unidas, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, y se establecen acuerdos comerciales y aduaneros en los países del llamado “bloque occidental”.
Con la desaparición de la Unión Soviética en 1991 y el derrumbe del bloque comunista en Europa se entra, desde principios de los años 1990, en una tercera globalización, más amplia y acelerada que las anteriores. Estados Unidos, que queda en el tablero de la geopolítica internacional como la única superpotencia, impulsa una nueva arquitectura mundial unipolar y trata de imponer un “nuevo orden mundial” bajo su control. Para ello, no duda en intervenir militarmente, como lo hace en las dos “guerras del Golfo” (Irak, 1991 y 2003) y Afganistán (2001-2014).
Por su parte, la economía se ha globalizado desde una perspectiva “neoliberal”, que se afianza con la llegada al poder de Margaret Thatcher (1979-1990) en Gran Bretaña y Ronald Reagan (1981-1989) en Estados Unidos. Esta perspectiva neoliberal, respaldada por las principales organizaciones internacionales (FMI, OMC, OCDE, Banco Mundial, etc.) pregona medidas radicales de disciplina fiscal, reducción drástica del gasto público, privatización de empresas estatales, liberalización del comercio mediante bajos aranceles y abolición de regulaciones que impidan el acceso al mercado o restrinjan la competencia.
Dichas medidas han favorecido la integración de las economías locales a una economía de mercado mundial, donde los modos de producción se configuran a escala planetaria y cobra mayor importancia el rol de las empresas multinacionales. Según datos de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD), en 2012 existían más de 100.000 corporaciones transnacionales en el mundo, de las cuales dependían a su vez unas 900.000 empresas filiales. Estas corporaciones manejan el 80 % de los 20 billones de dólares del intercambio mundial anual de bienes y servicios, y tienen más poder que muchos Estados nacionales, que han visto reducido el margen de maniobra para dirigir sus propias economías.
Asimismo, se ha incrementado la libre circulación de capitales y el capital financiero global ha adquirido un claro predominio sobre el capital productivo. Los “capitales golondrina” de fondos de inversión multimillonarios, que vuelan fácilmente de un lugar a otro del planeta en busca de más ganancias, pueden desestabilizar intempestivamente la economía de un país.
El capital financiero globalizado ‒altamente especulativo‒ encuentra fácil refugio en guaridas fiscales, mal llamadas “paraísos fiscales”. Dichos paraísos forman parte de una nueva arquitectura financiera global que opera desfinanciando a los Estados nacionales. Se estima que en 2016 el 83 % de las corporaciones más grandes de Estados Unidos tenían filiales en “paraísos fiscales”, y el 99 % de las de Europa, con los bancos como usuarios. ¿Qué hacer con los “paraísos fiscales? Hasta ahora ni los Estados nacionales ni la comunidad internacional han podido controlarlos eficazmente.
La rapidez y el abaratamiento del transporte de mercancías ha favorecido una ola de deslocalizaciones (traslado de una actividad industrial de un país o región a otro lugar para reducir costos) o de externalizaciones (cesión que hace una empresa de parte de su actividad o su producción a empresas externas) para abaratar costos y maximizar ganancias. China ha sabido aprovechar esta situación para convertirse en la “fábrica del mundo”. En 2001 ingresó a la Organización Mundial del Comercio. En 2020 ya era el primer exportador mundial de bienes, la primera potencia industrial, la primera en número anual de patentes registradas y la segunda potencia económica (o la primera, en paridad de poder adquisitivo). Desde el 2018 es, además, el segundo país del mundo en gastos militares, después de Estados Unidos.
En el “nuevo orden mundial” globalizado que Estados Unidos soñaba liderar, se encontró con un adversario de talla. Con la fulgurante emergencia de China, el retorno de Rusia a la escena internacional y la afirmación de potencias regionales (India, Brasil, Australia, Sudáfrica, México, Arabia Saudita…) el mundo se ha vuelto políticamente multipolar, después de haber sido unipolar durante una década después de la Guerra Fría. Esta multipolaridad sería una buena noticia si estuviera acompañada de una gobernabilidad aceptada por todos, pero estamos lejos de un nuevo orden internacional estabilizado y la lucha por la hegemonía entre China y Estados Unidos puede deparar sangrientas sorpresas.
Como en las globalizaciones anteriores, también la actual ha sido posible gracias a los adelantos tecnológicos. Se ha dado una increíble expansión y aceleración del transporte aéreo, marítimo y terrestre con el abaratamiento de costos, mayor velocidad y volumen, mejoras en los sistemas de refrigeración, adecuación de puertos y aeropuertos. Se exportan eficazmente bienes de un extremo al otro del planeta, inclusive bienes perecederos. Así, por primera vez en la historia, podemos consumir alimentos frescos de todos los climas y lugares en cualquier época del año. También, por primera vez, la producción industrial puede hacerse eficazmente de manera transnacional. Tomemos, por ejemplo, el caso de Airbus, una de los más grandes constructores de aviones en el mundo. Su sede principal está en la ciudad francesa de Toulouse, donde se ensamblan componentes que se fabrican en otros lugares de Francia, Alemania, Gran Bretaña, España, Italia y China.
Esta transnacionalización de la producción ha sido posible gracias a la evolución paralela y espectacular de los sistemas de información computarizados que permiten un control centralizado y simultáneo del conjunto del proceso productivo, lo mismo que operaciones bancarias y comerciales instantáneas y globalizadas. La revolución de los sistemas de información computarizados y la revolución de las comunicaciones con internet ‒red mundial de computadores conectados entre sí‒ ha permitido una acumulación y difusión de conocimientos como nunca antes en la historia. En quince años, entre 2000 y 2015, se dobló el número de publicaciones científicas, llegando a 1.800.000 anuales, y las copublicaciones internacionales pasaron de 15 % a 23 %. En 2015, aproximadamente 7,8 millones de científicos e ingenieros estaban contratados en actividades de investigación en todo el mundo. Entre 2007 y 2015, el número de investigadores aumentó 21 %. Este notable crecimiento se refleja también en la explosión del número de publicaciones científicas. La Unión Europea seguía siendo líder mundial en número de investigadores, con una proporción de 22,2 %. Desde 2011, China (19,1 %) ha superado a Estados Unidos de América (16,7 %). La proporción que representa Japón a nivel mundial se ha contraído de 10,7 % (2007) a 8,5 % (2013), y la de la Federación Rusa de 7,3 % a 5,7 %. Los cinco grandes siguen representando 72 % de todos los investigadores, aunque han variado sus respectivas proporciones.
Como siempre ha sucedido en el pasado, los avances científicos y tecnológicos abren nuevas perspectivas, pero también plantean nuevos desafíos. Los adelantos de la ingeniería biomédica, la ingeniería genética y la neurociencia suscitan esperanzas, pero también debates éticos con los partidarios del transhumanismo, movimiento intelectual y cultural que tiene como objetivo final transformar la condición humana mediante el desarrollo de biotecnologías que mejoren las capacidades humanas, tanto a nivel físico como psicológico o intelectual.
Tecnologías como la informática, la robótica y la inteligencia artificial han mejorado la rapidez, la calidad y los costos de bienes y servicios, pero también han dejado sin empleo a gran número de trabajadores. Esta realidad ha generado una crisis del proletariado industrial tradicional y de sus sindicatos que, en los países más desarrollados tecnológicamente, han perdido la importancia que tuvieron hasta finales del siglo XX.
Los adelantos en los transportes y en el manejo de la información ‒que han hecho posible la globalización de la economía y del saber‒ están transformando nuestros comportamientos y mentalidades. La revolución de los transportes ha incrementado de manera espectacular el turismo internacional, que no solo se ha convertido en un factor importante de la economía global, sino que también amplía los horizontes culturales de millones de personas. Hace 50 años este turismo era privilegio de una reducida élite. En 2019 ‒según datos de la Organización Mundial del Turismo‒ hubo 1500 millones de turistas internacionales, prácticamente la quinta parte de la población mundial. Por otro lado, la revolución informática está cambiando profundamente nuestra forma de trabajar, de conocer, de relacionarnos con los demás; basta pensar en el enorme influjo de las “redes sociales informatizadas” (Twitter, Facebook, LinkedIn…).
La revolución del transporte de personas y la revolución de la comunicación personal virtual (eMail, Skype, Zoom, etc.) han incrementado la interrelación de las sociedades y culturas locales con la cultura de esa “aldea global”, de la que Marshall McLuhan hablaba en 1968 en Guerra y paz en la aldea global, refiriéndose a los cambios producidos en aquel entonces por los medios de comunicación de masas (radio, cine y televisión).
Los medios de comunicación clásicos, en especial la prensa escrita (el llamado “cuarto poder”), han perdido su influencia social frente a la web 2.0 que permite a los usuarios interactuar y colaborar entre sí, como creadores de contenido, a través de redes sociales, blogs, videos, etc. La web 2.0, el actual “quinto poder”, por ser un medio de comunicación rápido, económico y global, se ha convertido en instrumento eficaz de protestas y reivindicaciones sociales. Los movimientos Me Too y Black Lives Matter son un ejemplo de ello. La web 2.0 también ha resultado un eficaz medio de propagación de noticias falsas (fake news) y teorías complotistas que socavan la confianza en las instituciones.
La avalancha de informaciones y visiones de mundo ‒que cualquiera puede poner en entredicho, incluso en forma anónima para evitarse problemas‒ ha contribuido a una “desregulación del mercado cognitivo” y a una “crisis de los grandes relatos” religiosos y políticos que trataban de dar una explicación global de la historia y un sentido totalizante a la existencia humana.
Es significativo que en las encuestas sobre afiliación religiosa crece la franja de los “sin afiliación religiosa”. Franja que no está constituida solo por ateos y agnósticos, sino también por personas en una búsqueda espiritual, pero búsqueda fuera de todo marco institucional. Es lo que los sociólogos llaman “creer sin pertenecer”, característico de una religiosidad individualizada, alérgica a las pertenencias colectivas y a las jerarquías tradicionales. Podría decirse, en jerga académica, que también en el mercado de bienes simbólicos de salvación se ha desregulado el control de la producción y difusión de las creencias. Esta desregulación de las creencias también está relacionada con el creciente proceso de urbanización.
Si urbanización e industrialización estás ligados, urbanización e individualización también lo están: el campesino se encuentra inmerso en una red densa de solidaridades y de controles comunitarios de los que escapa más fácilmente el anónimo habitante de las cada vez más grandes urbes, un solitario en medio de la muchedumbre. Actualmente, más de la mitad de la población mundial vive en ciudades (30 % en 1950; 55 % en 2015 y, probablemente, 68 % en 2050). Las grandes urbes se multiplican: en 1900 había 16 con más de un millón de habitantes; en 2015, eran 513. De estas, 50 superaban los 10 millones y dos tenían más de 30 millones de habitantes (Tokio y Cantón). La red mundial de grandes ciudades constituye un elemento clave del proceso de globalización. En ellas se concentran los centros de poder económico y político, de investigación científica e innovación tecnológica, de comunicación material (transportes) e inmaterial (telecomunicaciones).
El crecimiento demográfico en el seno de las mismas ciudades, aunado a la persistencia del éxodo rural hacia ellas, explica la rapidez de la urbanización y crea una demanda de viviendas, infraestructura y servicios a la que muchas aglomeraciones urbanas son incapaces de responder. Según cifras de Naciones Unidas, en 2015 al menos 881 millones de personas (11 % de la población mundial) vivía en tugurios, cuyos habitantes estaban sometidos a la violencia de la delincuencia y de la economía informal. A pesar de estar separadas espacial y socialmente, esas barriadas no son extrañas a la ciudad formal, a la que le proporcionan mano de obra doméstica, trabajo precario y comercio callejero.
El crecimiento urbano, en población y en extensión, ha agravado los problemas de circulación, de contaminación ambiental, de consumo energético, de alojamiento y de desigualdad social. Ya es patente la urgencia de políticas de transición hacia ciudades menos energívoras, más compactas, menos contaminadoras, más inteligentes en el uso de los recursos y más justas socialmente.
Marzo, 2021