El padre putativo de Jesús hace parte de la revelación atestiguada por el Nuevo Testamento, la de los relatos de Lucas y Mateo sobre la infancia de Jesús, última etapa de la redacción de los evangelios sinópticos. La personalidad de este santo plantea más de un problema a la devoción e incluso a la doctrina de la Iglesia católica romana, porque ha quedado en la sombra a través de los siglos. El silencio sobre su existencia está en línea con su vida oculta.
José fue de sangre real, como lo atestigua la genealogía de Jesús en Mateo (1, 1ss) y cuando aparece en escena, en la somera referencia de Lucas (1, 27). Ambas citas tienen por objeto mostrar su raigambre judía y su procedencia profética.
Tras los orígenes del cristianismo, donde tuvo una consideración significativa, la figura de san José entró en un extraño mutismo que se prolongó por cerca de 1000 años, hasta transformarse en símbolo de variadas políticas eclesiales en los últimos cinco siglos.
No siempre han sido coherentes los esfuerzos de los papas y, en general, de los teólogos católicos romanos por delinear la figura evangélica de san José, a pesar de que unos y otros logran proporcionar elementos de importancia para la construcción de una auténtica teología josefina.
El predecesor en la primera alianza, José, hijo de Jacob, de quien nacen las doce tribus que darán origen al pueblo de Israel, fue llamado “salvador del mundo” por el faraón egipcio, sorprendido ante su gestión de los recursos imperiales y la generosidad con sus hermanos que había vuelto a encontrar. Un salvador que anticipa la intervención futura de Yahvé en el hijo de José de Nazaret, el Jesús también nazareno.
En la imaginería dedicada a san José, el bastón, símbolo del peregrino y el primero que lo caracteriza en los íconos y la pintura románica medieval se transformó primero en una adelfa, luego en una azucena. Ya había empezado a ser preferido san Cristóbal como patrono de los peregrinos, sobre todo de los que debían afrontar algún peligro. Más tarde, José de Nazaret dejó de ser un joven para lucir como un hombre entrado en años hasta transformarse en un anciano que, acompañado de la azucena, sostiene en brazos a un recién nacido, a veces un niño de corta edad. De ahí que haya transmutado en protector de los ancianos, por demás cercanos a la muerte.
El “santo patriarca José”, como la tradición católica romana ha gustado en llamarlo durante siglos, se revela ante todo como un creyente que cumple un itinerario nada fácil. En abundancia lo han testimoniado frescos, mosaicos y pinturas de los primeros siglos cristianos, que muestran a un joven, relativamente maduro, sumido en actitud meditativa y casi siempre al margen de la escena principal. Es justamente el primer dato relevante que emerge de su presentación evangélica y, por eso, el hermoso símbolo del peregrino.
Llegamos así a la sugerente, pero espinosa, cuestión de la “sagrada familia de Nazaret”. De muy larga tradición en la Iglesia occidental, a través de los siglos han corrido peregrinas ideas acerca de ella, fruto de la imaginación piadosa ante las necesidades sociales y psicológicas de diversas épocas, originadas a su vez en los relatos de los evangelios apócrifos entremezclados con las leyendas populares.
El grupo conformado por Jesús, José y María en un poblado de Israel nada parece tener de comunidad familiar, al menos para su inmediato contexto judío, si atendemos a la narración evangélica: la madre es virgen, mientras no lo son sus contemporáneas que aspiraban siempre a una maternidad fecunda; muestra un solo hijo y el padre no puede dar fe ante los vecinos de la bendición divina en una prole numerosa, propia de su tiempo. Los evangelios sinópticos confieren la autoridad en Nazaret a quien debería figurar como segundo en orden jerárquico por ser varón. Última en las costumbres judías, la mujer termina teniendo mayor importancia que el marido, relegado en nuestro caso a un tercer lugar. El padre nunca habla; la madre lleva la voz cantante en los dos capítulos de Lucas y Mateo. El hijo no exhibe un obsequioso respeto por sus progenitores al pronunciar la única y perentoria frase con la que termina el relato de la infancia de Jesús, antes de que uno solo de los evangelistas enuncie en dos líneas los rasgos propios de su obediencia filial.
Aún más: las palabras de Jesús no pueden resonar con mayor dureza en los oídos de José, en apariencia desclasado de su papel de padre y casi que rechazado por su desconocimiento de los más importante: “¿Por qué me buscaban? ¿No sabían ustedes que debo ocuparme de las cosas de mi Padre? (Mc 3, 31-35). Y no parecieran honrar a José y María las únicas palabras con que Marcos se refiere a la infancia de Jesús: “¿De dónde ha sacado este esa sabiduría y los milagros que hace? ¿No es este el hijo del carpintero, el hijo de María…? (Mc 6, 2-3). Por añadidura, tras comenzar su predicación, los preocupados familiares ‒quiénes sean no lo dice el texto; solo de “parientes” tenemos noticia en la historia evangélica‒ pretenden regresarlo a casa, “pues decían que se había vuelto loco (estaba fuera de sí)” (Mc 3, 21).
Como el José antecesor de la primera alianza, José de Nazaret descubre en los sueños el designio del amor de Dios sobre su hijo y su esposa y lo sigue sin dudarlo. Pareciera que con su claridad ante las sombras del mundo onírico reivindicara la oscuridad en que su figura ha permanecido por tanto tiempo. Ha estado rodeado de las escasas palabras de María y, al final de su camino evangélico, de las únicas puestas en boca del Jesús niño. La narración evangélica no explicita la presencia de José en los diálogos de María con el ángel y con Isabel, ni un eventual recuento de su esposa a él.
El Jesús de Marcos que pronuncia sus primeras frases después del Bautista, y el de Juan que hace otro tanto luego de las de su madre María, es precedido por el silencio absoluto de José, el padre. En ese ambiente aparece José como “testigo ocular del nacimiento”, “testigo de la adoración de los pastores” y “de los magos”, en fin, “testigo de la virginidad de María”. Quizá la búsqueda del hijo que sus padres daban por perdido, definida por la madre “angustiosa” para ambos, revela el significado más hondo de su silencio, transparentado por sus acciones.
No han faltado las instituciones católicas que se identifican con la función educadora de José frente a Jesús, subrayada por la primigenia teología cristiana que, sin embargo, recibió una mínima acogida en los siglos ulteriores. De nuevo, la historia que da base a la idea no va más allá de la muy escueta referencia evangélica a la llamada “vida oculta” de Jesús en Nazaret, que una tradición no verificada ha precisado hasta los 30 años de edad. Una mayor atención a su presencia en los antiquísimos íconos que ha conservado la iglesia cristiana ortodoxa podría lograr una explicitación de esa tarea por parte del santo justamente con su silencio; el silencio en que parece relegado por el mismo Jesús que nunca habla de él como padre, pero le atribuye un lugar de privilegio en el reino, el de los que están atentos a la palabra de Dios y la ponen por obra (Mc 3, 33-35; Lc 8, 21; Mt 12, 48-50).
Al igual que durante un eclipse “la sombra de la Tierra nos revela la verdadera naturaleza de la Luna”, la sombra que por tanto tiempo se ha cernido sobre la figura de san José permite vislumbrar el rostro del Padre. La teología ha tenido que vérselas generalmente con la penumbra, aquella región a donde llega la luz desde fuentes ideales. Explica Tomás de Aquino la intuición de Agustín de Hipona sobre uno de dos tipos de conocimiento, el vespertino: se trata del conocimiento del ser de la criatura. Por eso, la teología comienza a la hora del poniente, cuando va concluyendo el día e irrumpiendo la noche; entonces la sombra ha terminado su recorrido.
José hace parte de la invitación renovada a ocuparse en serio, como dice Casati, de “las sombras que, en vez de ocultar, revelan”. O si se prefiere, glosando a Raimon Panikkar, cuando la sombra da acceso a los relámpagos que, a veces blancos y a veces rojos, son azules, los aislamientos artificiales ya no sirven; entonces el problema del otro empieza a convertirse en el propio interrogante, pues se ha adquirido la nueva inocencia, la inocencia consciente; a mi juicio, la que simboliza el peregrino José de Nazaret.
Alberto Echeverri
Adaptado por William Mejía del texto original “José de Nazaret, un creyente ensombrecido”, publicado en Perseitas 6 / 1 (2018), 71-97.
2 Comentarios
Alberto, interesante perspectiva ver a José desde el ensombrecimiento. Las elucubraciones de los teólogos como Agustin y Tomás de Aquino le añaden ingredientes interesantes a la figura del supuesto padre de Jesús, pero continúa en la penumbra y allí continuará por siglos.
Muy interesante escrito y punto de vista sobre un tema que para mí y creo que para muchos es bastante desconocido. Ciertamente la figura de José “el Padre Putativo de Jesús” es un tanto borrosa y muy supeditada a la figura de María “que guardaba todas esas cosas en su corazón”. Gracias Alberto por aclarar tantos asuntos. Saludos.