Hablar de Jesús implica, de alguna manera, hablar de su madre, María. Reconocidos biblistas católicos reconocen hoy que Jesús tuvo verdaderos hermanos, lo que pone en cuestión la virginidad física de María. La respuesta corresponde a los teólogos, que no se atreven aún a tocar un tema tan sensible en los medios católicos. De manera similar, podríamos pensar que muchos hechos maravillosos que se narran de la vida de Jesús quizá no correspondan a hechos reales y sean más bien símbolos de la fe en él.
Según la exégesis contemporánea, solo cuando ya se hubo consolidado la fe en Jesús como el Cristo (el “Ungido”), los evangelistas se volvieron sobre sus orígenes. Los presuntos Juan, Mateo y Lucas coinciden en afirmar, con mayor o menor claridad, la virginidad de María en la concepción de Jesús. Y la Iglesia añade que María fue “siempre virgen”, “antes del parto, en el parto y después del parto”. Pero no es posible atravesar una puerta sin abrirla, a no ser por un truco de magia.
Juan (1,13) se limita a una frase bastante ambigua sobre la virginidad de María, que puede ser interpretada de distintas formas. Las narraciones más detalladas se encuentran en Mateo (1,18-25) y en Lucas (1,26-38). Este último desarrolla un bello diálogo entre el ángel y una dulce María, a quien el emisario divino le anuncia su próxima concepción virginal, que ella acepta con humildad. Pero llaman la atención la equívoca frase de Juan y el silencio de Marcos sobre un hecho tan sorprendente.
Desde luego, la figura angelical e inocente de María en el relato de Lucas sedujo e impregnó desde muy temprano la imaginación y la fe de los creyentes. Y, quizá bajo la influencia de los tabús culturales, ese relato presenta a María como una especie de arquetipo de la dignidad femenina. Pero de su narración y de la de Mateo parece desprenderse –de manera subliminal e indirecta– que la atracción física entre hombre y mujer, y el deseo y la relación sexuales sean algo en cierto modo menos puro, menos digno, sucio, casi pecaminoso –algo de lo que no habría podido provenir el Hijo de Dios, ni debería haber contaminado la pureza de su madre–. Y así lo han dado por entendido desde siempre los fieles, sobre todo después del obispo Agustín de Hipona. De hecho, la devoción a María se deriva sobre todo de la fe en su virginidad, de modo particular en los pueblos latinos, donde la veneración machista de la mujer virgen encuentra en María su arquetipo.
¿Será creíble que Jesús haya nacido de una mujer virgen? Sinceramente, desde un punto de vista teológico y moral, debemos preguntarnos: ¿qué le aportaría esa virginidad a María o al mismo Jesús? ¿Acaso algún mérito adicional? ¿Por qué? ¿Por escapar a la condición sexuada que recibimos del Gran Misterio que llamamos ‘Dios’? Entonces, si la madre de Jesús no hubiese sido virgen, ¿no habría podido ser madre del Hijo de Dios o este no podría haber sido tal?
Por otra parte, en el Nuevo Testamento se mencionan los hermanos y hermanas de Jesús. Mateo 12,46, Lucas 8,19 y Marcos 3,31 dicen que la madre y los hermanos de Jesús llegaron a verlo. Mateo 13,55 aclara que Jesús tuvo cuatro hermanos: Santiago, José, Simón y Judas. También nos dice que Jesús tuvo hermanas, pero de acuerdo con la mentalidad de la época, no las nombra y ni siquiera dice su número (Mt 13,56). En Juan 7,1-10, se dice que sus hermanos fueron al festival, mientras Jesús se quedó en Galilea. En Hechos 1,14, la madre y los hermanos de Jesús aparecen orando junto con los discípulos. Después, en Gálatas 1,19, Pablo afirma que Santiago era hermano de Jesús. Podría ser que –como lo asegura con buenas razones la teología tradicional católica– en la época se denominara “hermanos” a los hermanos medios y a los primos. No entro aquí a discutir el argumento. Pero reconocidos biblistas católicos reconocen hoy que Jesús tuvo verdaderos hermanos, lo que plantea desde luego interrogantes sobre la virginidad de María, cuya respuesta no corresponde a los intérpretes de la Biblia sino a los teólogos, que no se atreven aún a tocar un tema tan sensible en los medios católicos.
El relato sobre la concepción virginal de Jesús tendría una finalidad apologética: se trataría de reivindicar y exaltar ante los judíos el origen divino de Jesús utilizando para ello, no una argumentación conceptual al modo griego, sino un relato simbólico.
A mi juicio, el evangelio de Juan en su capítulo primero nos ofrece el código adecuado para leer y comprender la “virginidad” de María. Dice Juan: “… a todos los que recibieron la Palabra (es decir, a los que creen en Jesús y lo siguen), les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; la cual (Palabra) no fue engendrada de sangre, de ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios” (Jn 1,12-13).
Todos los seres humanos son normalmente engendrados en su existencia corporal “por voluntad de varón”, es decir, por la relación sexual entre hombre y mujer. Pero su nuevo nacimiento como hijos de ‘Dios’ no surge por acción de varón alguno. Son transformados en hijos de ‘Dios’ solo por la voluntad divina. Otro tanto debe decirse de Jesús. Su existencia terrena fue concebida normalmente, en una relación sexual entre José y María. Pero su condición excepcional de “Hijo de Dios” se forjó gracias al Espíritu (al pneuma) que le infundió su madre, es decir, al conjunto de sentimientos, emociones e ideas primordiales que impulsaban y guiaban a María desde pequeña y que ella misma supo transmitirle a Jesús, inspirada por el Espíritu del que estaba colmada, y no por intervención alguna de José. Ella formó a Jesús como Hijo excepcional de ‘Dios’. Su virginidad no tendría, pues, a mi juicio, nada que ver con la concepción corporal de Jesús, sino con su formación espiritual. En realidad –inspiradas en distinta medida por el Espíritu de amor– la inmensa mayoría de las madres forman “hijos de Dios”, copias más o menos afortunadas del “resucitado”.
De manera similar, podríamos pensar que muchos de los hechos maravillosos que se narran en la vida de Jesús de Nazaret quizá no correspondan a hechos reales y sean más bien símbolos de la fe en él, aunque tampoco es imposible que Jesús tuviera poderes especiales como los han tenido y tienen muchos taumaturgos de todas las culturas.
De todos modos, ¿qué le aportan los milagros a Jesús? En la medida en que se hayan dado en la realidad, seguramente le otorgaron visibilidad, credibilidad e influencia entre las masas de campesinos y de gentes sencillas que lo escuchaban. Pero, ¿acaso para ser ‘Dios’ o para demostrarlo necesitaba milagros? ¿No lo era ya y no lo demostraba suficientemente por sus obras y palabras? ¿O es que la divinidad de Jesús solo se manifiesta a través del espectáculo? El único aporte de los relatos evangélicos sobre los milagros es el de abrir un amplio horizonte de significados espirituales profundos, que se sintetizan en uno solo: el poder de la fe. Y cuando Jesús se refiere a la fe, ni siquiera especifica a qué tipo de fe nos remite.
Como lo he dicho, Jesús no fue cristiano: no se predicó a sí mismo. Fue un judío fiel a la fe de su pueblo. Murió por ser fiel a Yahveh y por reclamar esa misma fidelidad de los jerarcas de su época. En cierto modo, reivindicaba un yahvismo sin el decadente judaísmo. Y sería absolutamente extraño que él mismo hubiera querido fundar un neojudaísmo, una secta dentro del judaísmo, una sinagoga o una iglesia radicalmente distinta (ambos términos significan prácticamente lo mismo: la sin-agoga destaca el resultado: reunión o asamblea, mientras ek-lesia alude a la procedencia: algo así como convocatoria o comunidad), centrada en sí mismo.
Jesús, el artesano nacido en Nazaret, no se creyó nunca Dios o “Hijo único de Dios” enviado a todos los pueblos. Una afirmación semejante habría sido para él un atrevimiento impensable. Su convicción de que su misión se limitaba a Israel lo llevó a rechazar con extrema dureza la insistente petición de una mujer cananea, cuya hija estaría poseída por el demonio (Mc 7,24-28): “Sólo he sido enviado a las ovejas perdidas de la casa de Israel”. Como la mujer siguiera insistiendo, le añadió una comparación muy poco amable: “No está bien tomar el pan de los hijos y echarlo a los cachorros”. Aun así, la mujer persistió. Entonces, casi fastidiado, Jesús le dijo algo así como: “bueno, pues, así será entonces, como quieres”. El episodio es históricamente tanto más creíble cuanto que va en contravía del mensaje global de los evangelios, que presentan a Jesús como el Cristo enviado a toda la humanidad.
El fiel judío Jesús se sentía “hijo de Dios” como todos los demás seres humanos. Mantenía quizás una relación excepcionalmente profunda con ese Padre común y a lo mejor tuviera cierta conciencia de su carácter excepcional. Pero en ello no había reclamo alguno de una filiación privilegiada y exclusiva, sino la expresión de una confianza y una entrega sin límites a Yahveh, el Dios de los judíos. A Jesús nunca se le hubiera ocurrido ni habría pretendido ser “consubstancial al Padre”, como diría después el aristotelismo teológico del Concilio de Nicea. Esas categorías estaban muy lejos de su mentalidad y, si las hubiera escuchado, no habría entendido nada.
Mientras permaneció en vida corporal ni siquiera sus discípulos lo creyeron Dios o Hijo único de Dios. Así lo muestra Pedro, un sencillo pescador de Galilea, quien después de su muerte llegó a considerarlo como el “Mesías”, el Enviado por “Dios” al pueblo de Israel, pero nada más. Tuvo que ser Pablo, el fariseo judío convertido en ciudadano romano y más cosmopolita que Pedro, quien –a pesar de no haber conocido a Jesús en su vida mortal–, lo entendiera y lo anunciara como “El Enviado de Dios” a toda la humanidad. Esta fe, que fue creciendo y madurando en las comunidades de sus seguidores con el paso de los años, terminó convirtiendo a Jesús en Cristo, el Ungido; en Dios e Hijo único de Dios, viviente en sus seguidores.
Luis Alberto Restrepo M.
Abril, 2021
4 Comentarios
Muy, muy interesante lo que escribe Luis Alberto, tanto en esta entrega como en la anterior. Ante el agnosticismo que le nace a uno ante relatos difíciles de creer, Luis Alberto nos explica cómo probablemente ocurrieron las cosas, y todo esto lo explica sin dogmatismos, sino con el enfoque racional y científico de que, en mi opinión, no estamos muy seguros de qué ocurrió realmente, pero nos da un atisbo de qué pudo haber ocurrido.
La virginidad de María, la resurrección, el si Jesús sabía y creía que era Dios, y muchos otros temas “sensibles” para usar su propia expresión son explicados en forma racional y bastante convincente.
Gracias Luis Alberto. Un abrazo
Luis Alberto: muchas gracias de nuevo. Un testimonio de fe profunda, muy difícil de entender y asimilar por los sectores más tradicionales (¿los llamaría fundamentalista?) de la Iglesia. Creer en Cristo y creer en Dios es mucho más profundo que aceptar una serie de “verdades” (¿mios?) construidos a lo largo de la historia. Gracias por expresarlo en forma tan clara y contundente. Saludos. Hernando
Una segunda afirmación que admite una pregunta es la de que: “Reconocidos biblistas católicos reconocen hoy que Jesús tuvo verdaderos hermanos, lo que pone en cuestión la virginidad física de María”
En el supuesto de que María hubiera tenido más hijos después de Jesús ¿pone en cuestión la virginidad física de María, en la concepción de Jesús?
Por encima de la cuestión sexual, lo más importante es la aceptación libre de María a una acción especial de Dios para la Encarnación, así como es acción especial de Dios la Creación misma, la Resurrección y la futura transformación de la realidad. Si Dios no tiene poder sobre la materia, no es Dios.
Los principios lógicos y las leyes son comprensiones y formulaciones humanas acerca de la naturaleza creada, que no “aplican” a la realidad trascendente de Dios. Las acciones especiales de Dios y de Jesús, no son magia, son manifestaciones del poder de Dios.
Me gusta mucho el escrito de Luis Alberto por su claridad y por la profunda comprensión de los temas.
Tener fe está por encima de las creencias; las creencias son humanas; la fe es un don, es una gracia en términos de teología.
Toca Luis Alberto temas candentes que han cruzado nuestras mentes desde niños, desde la formación cristiana en nuestros hogares, en la escuela, en las enseñanzas del catecismo en las parroquias; y se repiten en la “historia sagrada” y en las clases de Sagradas Escrituras, Mariología y Cristología.
Hemos tenido que develar muchos “misterios”, para poder llegar a una fe madura, ilustrada y formada. Gracias Luis Alberto por tus lecciones de espiritualidad condensadas en tus escritos.