Isla quemada

Por: Jesús Ferro Bayona
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Se puede uno suponer la aflicción que sentirán los isleños de Rapa Nui ante el daño sufrido por las 80 estatuas quemadas que, según las autoridades chilenas, no fue producto de un incendio forestal aislado, sino más bien del abandono y descuido de los ganaderos locales.

Uno de los peores desastres de esta semana que termina fue el incendio de unas 80 estatuas de piedra volcánica, milenarias ‒llamadas moáis‒ en la isla de Pascua, situada a 3800 km de las costas de Chile. Sus antiguos habitantes provenientes de la Polinesia, y que fueron los primeros en poblarla hace cientos de siglos, le pusieron a la isla el nombre de Rapa Nui, la Grande, para distinguirla de la otra de donde ellos procedían, la Pequeña ‒Rapa Ita en su lengua‒, ubicada en el lejano océano Pacífico oriental. 

Son tan venerados los moáis que la Unesco declaró Patrimonio Cultural de la Humanidad a las cerca de 900 estatuas existentes en la actualidad en la isla. Y no es para menos porque su producción es tan antigua que se pierde en la profundidad de los tiempos, permaneciendo un misterio de cómo fueron hechas y ancladas en tierra esas gigantescas figuras humanoides que pueden pesar cada una cerca de 80 toneladas y medir hasta 10 metros de altura, la de un edificio de tres pisos. Un desafío a las técnicas modernas de construcción y anclaje de grandes monumentos que fueron aplicadas, no se sabe cómo, en épocas tan remotas que no caben en la imaginación. Solo los moáis son testigos silenciosos de la capacidad humana de hacer arte rupestre como el que se contempla en las pinturas de la cueva de Altamira en España o de Lascaux en Francia. O más próximas a nosotros, en las paredes de las rocas que se encuentran en el Parque Nacional Chiribiquete.

En el siglo XIX, en tiempos de la reina Victoria de Inglaterra, se llevaron una de las estatuas de 2,4 m de altura y de 4 toneladas de peso, esculpida en basalto, que hoy se exhibe grandiosa en el Museo Británico de Londres, pero que los habitantes de la isla Rapa Nui visitan en grupo con frecuencia para reclamar que les sea devuelta y retorne a la isla, su lugar de origen. Uno puede suponer entonces la aflicción que sentirán los isleños de Rapa Nui ante el daño sufrido por las 80 estatuas quemadas que, según las autoridades chilenas, no fue producto de un incendio forestal aislado, sino más bien del abandono y descuido de los ganaderos locales.

En 1950, el poeta Pablo Neruda incluyó en su Canto General ‒que es una oda a América conquistada y doliente‒ unos versos que se refieren a los gigantes con sus grandes narices hundidas en la costa calcárea de la isla, “esos rostros derrotados, malheridos, cubiertos por la luz oceánica y por la soledad redonda de todo el mar reunido”. En 1972 pudo visitar la isla y le dedicó un poema que tituló La isla separada. Entonces se despidió de ella, entreviendo quizás su propia muerte: “amor, amor, oh separada mía por tantas veces mar como nieve y distancia/. Adiós, isla secreta, rosa de purificación, ombligo de oro/. (…)  Esconde, isla, las llaves antiguas/bajo los esqueletos/que nos reprocharán hasta que sean polvo/en sus cuevas de piedra/nuestra invasión inútil”. Era tal vez el presagio del moderno turismo de multitudes, una nueva invasión que se riega hoy por lugares cargados de historia, pero frágiles, patrimonio de la humanidad.

Jesús Ferro Bayona

Noviembre, 2022

Publicado en El Heraldo (Barranquilla

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