Energía: ¿agua o petróleo? (1 de 5)

Por: Carlos Torres
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La tensión es cada vez más notoria. Los legisladores aprueban más y más leyes de protección del medio ambiente. En los diferentes estamentos de la sociedad se expande el discurso de “Salvar el planeta”. Apenas hace unos días, el Congreso aprobó el acuerdo de Escazú, primer tratado ambiental de América Latina y el Caribe.

A los niños se les inculca el valor de un árbol o de una planta e incluso los llevan a defender como humanos los derechos del ambiente. Los medios ya no disimulan u ocultan de qué lado están; quienes desarrollan actividades de todo tipo se encuentran muy rápidamente con la oposición de la “comunidad”, que desea preservar el ambiente ‒lo cual, en la práctica, se entiende como no tocar nada que parezca verde‒. Los funcionarios encargados de estudiar proyectos están presionados por los defensores de lo ecológico para negarlos por el solo hecho de desarrollar terrenos; ya cualquier pasto es el “pulmón” de una ciudad y cualquier charco es un “humedal”.

Los hechos dan bases abundantes para respaldar los movimientos ambientalistas: los cambios climáticos extremos, el esmog (esa niebla mezclada con humo y partículas en suspensión), la capa de ozono y la extinción de especies demuestran que hay una realidad en el abuso que el hombre ha hecho a través de siglos sobre la tierra habitada.  

Durante siglos ignoramos lo complejo que son las interrelaciones que conforman y se dan en la Tierra. Es más: todavía ignoramos muchas de las interrelaciones y consecuencias de nuestros actos sobre nuestro planeta, el sistema solar, el cosmos y, en otra dirección, sobre el microcosmos. 

Paradójicamente, los grandes desarrollos que ha logrado el hombre en la Tierra y en el espacio le permiten entender mejor su responsabilidad y le dan herramientas para lo que se ha llamado un “desarrollo sostenible”, para buscar la calidad de vida que desea y que ha logrado la humanidad para extenderla a todos los habitantes del planeta.

En los países democráticos, los diferentes grupos tienen el derecho de expresar no solo su opinión, sino incluso oponerse de hecho a las actividades o programas que consideren perjudiciales para el ambiente. Se observan todos los extremos: los que de manera simple consiguen adeptos para luchar contra la minería o los desarrollos viales, con el argumento de que “prefieren el agua al oro”, y los que de manera científica buscan medir los impactos de la actividad humana sobre la Tierra y proponen avances para un desarrollo sostenible para todos los seres humanos. 

Por otra parte, los hay que consideran que el hombre tiene el derecho de usar los recursos naturales y también de manera simple defienden proyectos con el solo argumento de que son beneficiosos para el hombre en el inmediato futuro.

En esta serie de cinco artículos trataré de aportar algunas ideas que nos permitan entender nuestro papel en el universo y las realidades que ofrece ese universo a los seres humanos. Para ello, quiero concentrarme en uno de los frentes más frecuentes de confrontación entre ambientalistas y desarrollistas: la energía y sus fuentes. ¿Podemos vivir sin fuentes abundantes de energía? ¿Podemos cambiar las fuentes que nos han soportado energía hasta ahora? ¿Podemos abandonar lo que ahora llaman el modelo extractivo? 

En los siguientes artículos iniciaré el análisis, que espero que ayude a comprender esta problemática.

Carlos Torres Hurtado

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