No basta ofrecer nuevos edificios: hay que reconstruir la idea misma de la universidad.
El sociólogo Richard Sennett, en su libro Construir y habitar, señala que desde inicios del cristianismo, cuando se hablaba de la ciudad de Dios y la ciudad del Hombre, pasando por la antigua distinción que hace la lengua francesa entre ville y cité, “siempre ‘la ciudad’ ha tenido dos significados distintos: por un lado, el de un lugar físico; por otro, el de una mentalidad compuesta de percepciones, comportamientos y creencias”.
Esta doble significación ayuda a reflexionar sobre el lugar que le hemos dado a la universidad en el conjunto físico e imaginario de nuestras ciudades, pues ello implica la forma como las entendemos y las habitamos.
Desde la época en que algunas comenzaron a rodearse con cercas y mallas –tal vez a comienzos de los setenta–, se fue arraigando la idea de que el área cercada era una especie de espacio privado para unas minorías privilegiadas que podían acceder a la educación superior con altos niveles de financiación estatal. Lo que suele olvidarse es que las vallas no surgieron para protegerlas de ladrones y amenazas externas, sino para defender a la ciudadanía de los desmanes que se presentaban por aquella época y que alteraban la vida de un vasto sector de la ciudad.
Dicho de otro modo, lo que hoy se defiende de manera visceral como parte de la autonomía universitaria, como una idea avanzadísima, nació como un estigma a las comunidades universitarias que no parecían ser dignas de habitar la ciudad de manera civilizada y hacer que sus instalaciones fueran parte importante y significativa de ellas. Paso a paso y con los años se fue construyendo un imaginario de comunidades segregadas que reivindican con gran fuerza una especie de extraterritorialidad. Parte del deterioro físico es el aislamiento.
En días pasados, cuando se preguntaba si la policía debía entrar a la universidad, pensaba si no debería ser al revés: si sería bueno que la policía saliera de las universidades. Me refiero al campus, al territorio, pues en algunos casos es enorme y allí pueden ocurrir –y ocurren– situaciones que atentan contra la seguridad de estudiantes, profesores y funcionarios: en terrenos tan grandes puede haber robos, agresiones sexuales, tráfico de sustancias ilegales, armas, explosivos.
Es claro que los rectores no tienen funciones de policía y no tienen por qué tenerlas, ya que su labor es otra. Pero como el principal derecho que se invoca es el de la protesta, con demasiada frecuencia violenta y protagonizada por personajes ajenos a las instituciones, la Policía no es aceptable como institución legítima del Estado para garantizar la seguridad de los demás ciudadanos.
Hace ya más de una década la Universidad Nacional, por iniciativa de la rectoría, organizó un foro de altísimo nivel académico al que asistieron destacados invitados internacionales que, junto con numerosos profesores y estudiantes de la universidad, estuvieron reflexionando sobre la necesidad de derribar las barreras arquitectónicas que hoy siguen aislando la institución de la vida de la ciudad.
Las grandes universidades del mundo, públicas y privadas, hacen parte del corazón de las ciudades. Hay circuitos turísticos para visitar sus museos, y sus teatros, sus auditorios y sus escenarios deportivos se insertan en la vida pública de la comunidad. En muchas de ellas hay edificios históricos, grandes obras de arte y cursos de extensión abiertos a la gente. Hay ciudades que tienen cuerpos especializados de policía universitaria que aseguran el uso de las instalaciones las 24 horas del día.
Gobernantes, trabajadores y ciudadanos en general, no podremos tener buenas relaciones con el conocimiento si no hacemos un esfuerzo por cambiar nuestra forma de construir y habitar ese espacio esencial de la cultura que son nuestras universidades. No basta ofrecer nuevos edificios: hay que reconstruir la idea misma de la universidad.
Francisco Cajiao
Junio, 2023