Nuestros dialogantes cuentan sabrosas anécdotas en torno a las múltiples desilusiones que esperan a los codiciosos.
Ignoro la autoría de la siguiente historia, pero –como dice un proverbio judío–, las anécdotas y los gatos pertenecen a quien los atrape.
Se cuenta que en un pueblo, de cuyo nombre no logro acordarme, un grupo de personas se divertía con el bobo del pueblo, un pobre que vivía de hacer pequeños mandados. Diariamente, algunas de esas personas llamaban al bobo para que fuera al bar donde se reunían y le ofrecían escoger entre dos monedas: una grande, de 200 pesos, y otra de menor tamaño, pero que valía 1.000 pesos. El bobo siempre escogía la moneda más grande, pero menos valiosa, lo que era motivo de risa para todos los presentes.
Un día, alguien que observaba disgustado cómo se divertían a costa del inocente hombre, le llamó aparte y le preguntó:
‒¿No te has dado cuenta que la moneda de mayor tamaño vale menos?
El hombre le respondió:
‒ “Lo sé, no soy tan pendejo. La moneda grande vale cinco veces menos, pero el día que escoja la otra, el jueguito se acaba y no voy a ganar más.
Esta historia podría concluir aquí, como un simple chiste, pero se pueden sacar varias conclusiones:
• Quien parece bobo no siempre lo es.
• Los verdaderos bobos de la historia son quienes se creían muy listos.
• Una ambición desmedida puede acabar cortando tu fuente de ingresos.
• El verdadero inteligente es quien aparenta ser bobo delante de un bobo que aparenta ser inteligente.
• El medio más fácil para ser engañado es creerse más listo que los demás.
• Ten más de lo que muestras y habla menos de lo que sabes.
• Si es necesario, no dudes en hacerte el tonto.
Después de recordar esta historia me quedé pensando sobre la pandemia de la tontería humana. Se me apareció entonces el gran Farid al Din Attar quien, a propósito de nuestro cretinismo, me contó esta aleccionadora fábula que había escrito en El libro divino, uno de los monumentos de la literatura persa:
Cayó un canario en una trampa y cuando el cazador ya iba a matarlo para comérselo, el pajarito le dijo:
–¡Mírame! Soy chiquito y flaco. Conmigo no lograrás comer sino un bocado. En cambio, si me dejas vivir te revelaré tres verdades que te serán de mucho provecho a lo largo de tu existencia.
–¿Cómo voy a creerte? Seguro que vas a huir si te suelto.
– No –prometió el pajarito–, porque te diré la primera verdad cuando me tengas agarrado, la segunda verdad cuando esté en esa rama cercana a donde todavía me podrás pegar fácilmente una pedrada, y la tercera verdad te la diré cuando ya esté volando.
–Me parece equitativo el trato. Dime, pues, la primera verdad.
–Si pierdes algo no debes lamentarlo, porque la vida continúa y no hay que embarazarse con el pasado.
El cazador reflexionó y encontró que se trataba de una bella verdad. Cumplió con su palabra y dejó posar al canario en la rama cercana.
–Si te cuentan algo absurdo o inverosímil –le gritó el pajarito–, no lo creas a menos que te den una prueba indiscutible.
Dicho esto voló fuera del alcance del cazador y burlonamente le dijo:
–¡Eres un bobo! Tengo en mi pecho dos diamantes que pesan cincuenta gramos cada uno. Si me hubieras matado, esos diamantes serían tuyos.
El cazador se jalaba furioso los cabellos, arrepintiéndose de no haber matado al canario. Pero, controlándose un poco, exclamó:
–Por lo menos dime la tercera verdad.
–¿Para qué –replicó el canario–, puesto que eres un idiota que no las pone en práctica? Te dije no lamentarte de lo perdido y estás deplorando el no haberme matado. Te dije no creer en cosas inverosímiles y creíste que un pajarito que no pesa más de veinte gramos tenía en su pecho dos diamantes de cincuenta gramos cada uno. ¡Pobre tonto! Pero voy a decirte la tercera verdad, que te concierne todavía más que las otras dos: la codicia enceguece el corazón de los hombres y es ella la que te engañó.
–Tienes razón, Farid, al codicioso le esperan muchas desilusiones, dijo un monje zen que había escuchado atentamente la fábula del pajarito. Oigan lo sucedido a uno de nuestros feligreses que solo pensaba en el dinero y en hacerse inmensamente rico:
Un día de invierno, cuando el hombre regresaba del templo, vio un gran monedero apresado en el hielo del camino. Pensando que sus plegarias habían sido por fin escuchadas, intentó sin éxito coger el monedero. El objeto seguía preso del hielo. Entonces el hombre orinó encima del monedero para fundir el hielo. Y se despertó en una cama completamente mojada.
–No dudo que el dinero puede ser objeto de una obsesión que no da reposo y que causa mucha muerte prematura, comenté. Pero no pienso que vayamos a librarnos de esa obsesión, de la que no están exentos ni los servidores del Señor. Recuerdo haber visto en el margen inferior de un antiguo mapa de la América colonial la leyenda “Donde no hay oro no entra el Evangelio”.
Al oír esto, un desconocido nos relató lo siguiente:
–Tuve un amigo que fue donde su párroco a pedirle una misa por el eterno descanso de su perro. Muy disgustado, el sacerdote le respondió: no celebro misas por los animales. Si quiere, vaya donde los de esa secta protestante que se ha instalado por aquí. De pronto hasta son capaces de rezar por un perro.
–Padre, replicó mi amigo, realmente amaba a ese perrito y quería ofrecerle una ceremonia de adiós. No sé cuánto se acostumbra dar por algo semejante. ¿Cree que los de la secta aceptarían un millón de pesos?
–Hijo, espera un momento –exclamó el cura–. ¿Por qué no me dijiste que tu perro era católico?
Felipe Garrido, un mexicano muy agudo, soltó una carcajada y nos contó lo siguiente:
Un día llegó un tipo a su casa y con tacto exquisito colocó un paquete sobre la mesa, entre las migajas y los platos sucios.
‘No sufras más’, le dijo a su mujer. Este es un remedio probado incontables veces a lo largo de los siglos, en toda la Tierra. Hace ciegos a los que ven, mudos a los que hablan y sordos a los que oyen; o al revés, da lo mismo. Mueve montañas o detiene las nubes. Hace hermosos a los feos e inteligentes a los imbéciles; devuelve la juventud; procura el olvido o enciende la memoria; borra todo rastro o lo descubre donde no existe. Ablanda voluntades y endurece corazones. Otorga la salud y propicia la muerte. Acorta las distancias, abre las puertas, multiplica las horas o las convierte en segundos. Sobre todo, entiéndeme, es el único afrodisíaco que no fracasa jamás.
Ella supo, entonces, que era un fajo de billetes.
Rodolfo Ramón de Roux
Agosto, 2022
3 Comentarios
Qué hermosa e inteligente manera de hacer reflexionar sobre las realidades, limitaciones y veleidades de la vida.
Delicioso. Instructivo. Gran pedagogía
Hernando y Jaime, gracias. Me alegra que les haya gustado.