Todo cementerio está lleno de gente “indispensable”. Pero ninguno alberga tantos “famosos” como el del “Père Lachaise” en París. Nada mejor que un paseo por los senderos de sus 40 hectáreas para meditar cuán pronto pasa la gloria de este mundo.
Allí podemos recogernos ante las tumbas de músicos y cantantes como Chopin, Cherubini, Bizet, Rossini, Poulenc, María Callas, Edith Piaf o Jim Morrison; literatos de la talla de Molière, La Fontaine, Beaumarchais, Musset, Apollinaire, Colette, Proust, Paul Éluard, Oscar Wilde, Julio Cortázar, Miguel Angel Asturias; pintores como David, Ingres, Delacroix, Géricault, Pissarro, Corot, Modigliani; filósofos como Augusto Comte, Jean-Paul Sartre o Simone de Beauvoir, y dejo de contar el ingente número de políticos y militares víctimas de un prematuro olvido.
En mi última visita a tan famosa necrópolis quedé particularmente ensimismado frente a la tumba de Pedro Abelardo y Eloísa, protagonistas de una historia de amor más novelesca que la de Romeo y Julieta. Abelardo -quien nació a finales del siglo XI- va a convertirse en un ilustre profesor de filosofía en París. Allí inicia una relación turbulenta con Eloísa, una muchachita de diecisiete años, de la que es tutor, a la que dobla en edad y con la que tiene un hijo, Astrolabio, el cual es entregado a una hermana de Abelardo para que cuide de él.
La historia de tan tormentoso idilio no necesitó de un Shakespeare para ser contada pues el mismo Abelardo la narra en su “Historia calamitatum” (Historia de mis desdichas), una de las narraciones autobiográficas más originales de la Edad Media. Eloísa, por su parte, nos da su punto de vista en las cartas que intercambió con su amante. Dichos escritos no solo ofrecen la rara oportunidad de asomarnos sin intermediarios a la célebre relación entre el prestigioso profesor y su brillante alumna, sino también a la sociedad y cultura de los comienzos del siglo XII, periodo de fermentación intelectual que vio el nacimiento de las universidades, el desarrollo del movimiento filosófico y teológico de la escolástica, el auge de los cantares de gesta, la construcción de las primeras catedrales góticas.
Por otra parte, Abelardo y Eloísa no se ajustan a la corriente ideal del “amor cortés” con su énfasis en la devoción del amante a la casta e inalcanzable señora. Eloísa, muy en particular, nos habla un lenguaje diferente de franqueza sensual, de realismo pagano en el amor y de fortaleza estoica clásica en la adversidad. Guerrera del corazón, dotada de una profunda sensibilidad reforzada por una aguda inteligencia, Eloísa es considerada como una de las primeras mujeres letradas del Occidente cristiano, cuyo nombre ha llegado hasta nuestros días.
En 1817, nuestros amantes fueron trasladados al cementerio del Père Lachaise. Sus restos se hallan depositados en un elegante panteón gótico de columnas esbeltas y artística cúpula, con sus estatuas yacentes sobre un túmulo de piedra rodeado por una verja de hierro. Cuenta la leyenda que ambos permanecen abrazados dentro de sus tumbas, así como abrazados vinieron a mi encuentro.
- ¡Qué emoción me da encontrarlos! Fuisteis viajeros apasionados por los caminos del corazón y de la inteligencia.
ELOÍSA.- La vida es un camino, vivir es recorrerlo, y a nosotros nos tocó recorrer uno empinado.
ABELARDO.- Estábamos sedientos en el desierto de Eros y nos ahogamos en el espejismo del deseo.
- Cuenta, cuenta.
ABELARDO.- Estaba yo dotado de gran prestancia física, de elocuencia precisa y tajante y de extraordinaria potencia dialéctica que me hacía invencible en las disputas. Permanecía rodeado de alumnos que me seguían y admiraban. No tardó en llegar el éxito, acarreándome alegrías, pero también envidias y persecuciones.
- Era de esperar. La envidia es el lado oscuro de la admiración y el adversario de los más afortunados.
ELOÍSA.- Admite, Abelardo, que te buscaste problemas con tu arrogancia pues se te subieron los humos a la cabeza, tanto que llegaste a decir que eras «el único filósofo que quedaba en el mundo».
ABELARDO.- No agachaba ante nadie la cabeza.
- Tampoco lo hago yo…se ve demasiado grande mi papada.
ABELARDO.- No digas tonterías.
- Lo hago para humillarme.
ELOÍSA.- El que se humilla quiere ser ensalzado. Abelardo, ese dardo me lo lanzaste en una de tus cartas.
ABELARDO.- Bueno, bueno, volvamos al tema. Dios corrigió duramente mi arrogancia. Al ponerme yo en tus brazos, Eloísa, el Señor me deparó una ocasión providencial para descender abruptamente de mi pedestal.
- ¿Cómo así?
ELOÍSA.- Era yo una huérfana, bajo la tutela de mi tío el canónigo Fulberto, quien se empeñó en darme una esmerada y costosa educación. Mi conocimiento del latín, del griego y del hebreo me hizo pronto famosa entre todas las mujeres de París. Mi belleza nada vulgar y mi amor a la ciencia despertaron pronto la admiración de Abelardo, que consiguió llegar a mí como profesor.
ABELARDO.- Fue así como iniciamos una historia de amor apasionado. Lo dije claro en mi Historia calamitatum: “Con pretexto de la ciencia nos entregamos totalmente al amor. Y el estudio de la lección nos ofrecía los encuentros secretos que el amor deseaba. Abríamos los libros, pero pasaban ante nosotros más palabras de amor que de la lección. Había más besos que palabras. Mis manos se dirigían más fácilmente a sus pechos que a los libros. Con mucha más frecuencia el amor dirigía nuestras miradas hacia nosotros mismos que la lectura las fijaba en las páginas”.
ELOÍSA.- Fue un amor imprevisto e imprevisible –como todos– que nos llevó a donde no sospechábamos.
ABELARDO.- “Ninguna gama o grado del amor se nos pasó por alto. Y hasta se añadió cuanto de insólito puede crear el amor. Cuanto menos habíamos gustado antes estas delicias, con más ardor nos enfrascamos en ellas, sin llegar nunca al hastío. Y cuanto más dominado estaba por la pasión, menos podía entregarme a la filosofía y dedicarme a las clases. Me había reducido a mero repetidor de mi pensamiento anterior. Y si, por casualidad, lograba hacer algunos versos, eran de tipo amoroso, no secretos filosóficos”.
ELOÍSA.- “Tenías –he de confesarlo– dos cualidades especiales que podían deslumbrar al instante el corazón de cualquier mujer: la gracia de hacer versos y de cantar, cosa que no vemos floreciera en otros filósofos”. Tus poesías y canciones corrían por toda Francia, y mi nombre era cantado y conocido en todos los hogares. Eso me halagaba sobremanera.
ABELARDO.- Nuestra relación llegó a su punto álgido cuando Eloísa quedó embarazada de Astrolabio.
ELOÍSA.- Hubiera preferido seguir siendo tu amante, pero nos casamos, y además en secreto, temiendo que la boda dañase tu fama y tu carrera como profesor. Después, muy a mi pesar, me recluiste -sin ser monja- en el convento de Argenteuil, cerca de París, donde había sido educada cuando era niña.
ABELARDO.- Mientras tanto, pretendí ocultar lo que todos sabían ya, manteniendo un prudente distanciamiento de Eloísa. Esto fue interpretado por su tío Fulberto como una forma de abandono. El asunto fue zanjado por el canónigo de la forma más vil y cruel. Amparándose en la oscuridad de la noche, unos hombres pagados a sueldo me sorprendieron durmiendo y me castraron.
- Placer de amor dura un instante, pena de amor toda una vida.
ABELARDO.- Con nuestro matrimonio tenía la esperanza de haber calmado la cólera de Fulberto, pero a veces la esperanza no es lo último que se pierde, sino lo que nos pierde.
- Nuestros problemas pueden alimentarse con lo que le damos de comer a nuestra esperanza.
ABELARDO.- La vida es como una escuela. Con algunos tienes física; con otros tienes química y con otros, historia. Con Eloísa tuve física inolvidable y química intensa; pero con Fulberto la historia fue desgarradora. Te confieso, sin embargo, que aun años después de lo sucedido, “no podía dejar de pensar en lo justo del juicio de Dios por haberme castigado en aquella parte del cuerpo con la que había delinquido”.
- Tu historia me pone la carne de gallina.
ABELARDO.- Desesperado, tomé los hábitos religiosos, no sin antes asegurarme de que Eloísa también lo hiciera.
- Menos mal la religión te ayudó a sublimar tu desgracia.
ABELARDO.- “Confieso que, en tanta postración y miseria, fueron la confusión y la vergüenza más que la sinceridad de la conversión las que me empujaron a buscar un refugio en los claustros de un monasterio”.
ELOÍSA.- Me obligaste de nuevo a hacer algo que no quería. Sin vocación religiosa terminé de monja, siendo una joven con las hormonas alborotadas. Tuvieron que pasar muchos, muchos años para que se me fuera calmando la libido. Recuerda ese lamento que te repetía aun siendo monja y que pusiste en el poema dedicado a nuestro hijo: “Si no pudiera salvarme más que a condición de arrepentirme del pecado que cometí, me condenaría. Los goces saboreados juntos fueron tan dulces que a su solo recuerdo no siento sino placer”.
ABELARDO.- Me escribías, siendo ya abadesa, cosas que me hacían sonrojar. Por aquí tengo una de tus cartas en la que me decías: “Tú eras el único dueño de mi cuerpo y de mi voluntad. Dios sabe que nunca busqué en ti nada más que a ti mismo. Te quería simplemente a ti, no tus cosas. No esperaba los beneficios del matrimonio, ni dote alguna. Finalmente, nunca busqué satisfacer mis caprichos y deseos, sino –como tú sabes– los tuyos. El nombre de esposa parece ser más santo y más vinculante, pero para mí la palabra más dulce es la de amiga y, si no te molesta, la de concubina o meretriz. (…) Dios sabe que yo nunca dudé en precederte o en seguirte hasta las llamas del Infierno si tú te precipitabas o tú me lo mandabas. Mi alma no estaba en mí, sino contigo. Y ahora mismo, si no está contigo, no está en ninguna parte. Tan verdad es, que sin ti no puede existir”.
- ¡Qué amor tan admirable!
ABELARDO.- Amada Eloísa, como quieres que no me perturbara leer lo que me decías en otra de tus cartas -siendo tú una apreciada abadesa-: “He de confesar que aquellos placeres de los amantes –que yo compartí con ellos– me fueron tan dulces que ni me desagradan ni pueden borrarse de mi memoria. Adondequiera que miro siempre se presentan ante mis ojos con sus vanos deseos. Ni siquiera en sueños dejan de ofrecerme sus fantasías. Durante la misma celebración de la misa –cuando la oración ha de ser más pura– de tal manera acosan mi desdichadísima alma, que giro más en torno a esas torpezas que a la oración. Debería gemir por los pecados cometidos y, sin embargo, suspiro por lo que he perdido. Y no sólo lo que hice, sino que también estáis fijos en mi mente tú y los lugares y el tiempo en que lo hice, hasta el punto de hacerlo todo contigo, sin poder quitaros de encima, ni siquiera durante el sueño. A veces me traicionan mis pensamientos en un movimiento del cuerpo o me delatan en una palabra improvisada. (…) Los hombres dicen que soy casta, porque no saben lo hipócrita que soy. Soy tenida por religiosa en un tiempo en que queda poco en la religión que no sea hipocresía”.
- Alabo tu honestidad.
ELOÍSA.- Con el tiempo mi pasión erótica se fue haciendo soportable, pero lo que más me dolió, Abelardo, fue que te escribí cartas que me contestabas con reproches y amonestaciones. Te negabas a consolarme. Incluso a mis declaraciones de amor respondías que te alegraba la supresión de un miembro que no te impedía someterte a Dios y, de paso, asegurabas que las mujeres son un obstáculo para la vida intelectual y para la vida santa de los hombres.
ABELARDO.- ¡Ay, Eloísa!, una vez crucificado -por no decir, emasculado- no me quedó sino esperar la resurrección de la carne.
- Supe que te volviste muy piadoso.
ELOISA.- Lo cual terminé por comprender y aceptar: el peso de la edad y de los remordimientos suele encorvar hacia la devoción y la piedad religiosa. También te convertiste, amado mío, en ejemplo de humildad, después de haber sido un pozo sin fondo de vanidad.
- A ese propósito, Maestro Abelardo, le cuento que desde que leí hace más de medio siglo el poema que usted le escribió a su hijo Astrolabio (Carmen ad Astrolabium), se me grabó en la memoria el verso “gracior est humilis meretrix quam casta superba” (una ramera humilde es más agraciada que una casta orgullosa).
ABELARDO.- Tal vez de manera inconsciente te sirvió como advertencia contra las asechanzas del vanidoso “yo”.
- Pues se lo agradezco, aunque en esa materia no he sido un discípulo aventajado.
Inesperadamente, Eloísa me susurró al oído estas sabias palabras de Hecatón: “Te voy a dar un filtro de amor que no necesita drogas, ni yerbas, ni conjuros mágicos: Si quieres ser amado, ama”. Abelardo la miró con ternura, abrazó a su amada y ambos revivieron con gozo aquellos intensos instantes en que la alegría del amor los hizo sentirse justificados de existir.
Rodolfo Ramon de Roux
Julio, 2023
9 Comentarios
Donde se comprueba que el amor es más fuerte que la muerte y que el «pecado»… sea en el siglo que sea.
Gracias Rodolfo por poner a nuestro alcance estos testimonios.
Ita, frater. Ama et fac quod vis, sicut Augustinus dixit.
RODOLFO MILGRACIAS POR TUS REFLEXIONES SENCILLAS Y A LA VEZ PROFUNDAS Y CERTERAS.
FELIZ CUMPLEAÑOS ADELANTADO
GUILLERMO
Gracias, Guillermo.
Rodolfo, nos sorprendes con cada uno de tus Diálogos, tomados de las mejores historias de la Literatura y de la Historia. MIl gracias por estas “quietes” tan amenas e ilustrativas.
Eloísa te manda un abrazo y pide que nunca la olvides.
Maravilloso como siempre, Rodolfo. Espero que algún día publiques en un sólo tomo todos los Diálogos de Ultratumba para diversión y entretenimiento de todos los que ya estemos allá.
Rodolfo, no puedo dejar de imaginar tu cara y tus gestos cuando escribes. Tu picardía sobresale en cada tema, diciendo sin decir diciendo. Gracias por compartir con nosotros.
Luis Alberto y Humberto, les agradezco sus comentarios que me animan para continuar en la vía iniciada del ultratúmbico servicio.