
EPICURO: No lograrás calmar las inquietudes de tu espíritu tratando de saciar tus deseos: tienes un buen coche, quieres el último modelo; tienes casa propia, quieres tener también casa de campo; eres millonario, quieres ser multimillonario. Como decía Schopenhauer, “somos máquinas deseantes”. Eso lo saben bien los publicistas y los amantes.
− Ya he verificado que los deseos son como el agua de mar: mientras más la bebemos más sed tenemos. Pero del deseo no se libran ni los budistas: desean no desear.
EPICURO: Qué irónico estás.
− La ironía es el arma de la impotencia.
EPICURO: Buen destello de lucidez.
− Aunque para ser medianamente feliz no hay que ser excesivamente lúcido.
EPICURO: Por eso abunda la lucidez: muchos la desechan para evitar encontrarse consigo mismos.
− No nos alejemos del tema: explícame tu terapia del deseo.
EPICURO: Pienso que la vida es para disfrutarla teniendo el mayor placer y el menor dolor posibles. Pero la capacidad de disfrutar de la vida se ve mermada por cuatro grandes miedos: a los dioses, a la muerte, al dolor y al futuro. Como estimo que la filosofía debe ser una “medicina del alma” ofrezco cuatro remedios para superar esos miedos, ése es mi “tetrafármaco”.
− ¿En qué consiste?
EPICURO: Fácilmente lo sabrás leyendo mi breve Carta a Meneceo, uno de los pocos escritos míos que sobrevivieron al triunfo del cristianismo que, por supuesto, trató de borrarme del mapa pues se trata de una religión del pecado, la culpabilidad y el castigo eterno que exalta el dolor redentor, la felicidad, pero post mortem y para algunos elegidos –extra Ecclesiam nulla salus– y el amor divino -no el sensual-, todo ello en las antípodas de lo que yo pregonaba.
− Pero, admite que el cristianismo es también la religión del amor al prójimo y que eso de tener como objetivo una vida placentera es algo bastante limitado y que no entusiasma a quienes buscan un sentido trascendente a sus vidas.
EPICURO: ¿Acaso te parece poca cosa una vida dichosamente serena? Al menos yo no sé qué pensar del bien, si excluyo el gozo proporcionado por el gusto y el olfato, si excluyo el proporcionado por las relaciones sexuales, si excluyo el proporcionado por el oído y si excluyo las dulces emociones que a través de las formas llegan a la vista.
− Por eso a los epicúreos se les ha acusado de ser unos voluptuosos y vulgares materialistas.
EPICURO: Incluso nos han tratado de “cerdos” libidinosos. Recuerda que Horacio -excelso poeta que amaba la vida y el placer de ser feliz- reivindicó ser “un cerdo de la piara de Epicuro” (Epicuri de grege porcum).
− Por algo tuvo que decirlo.
EPICURO: Lo dijo irónicamente, pues confundir el epicureísmo con el libertinaje es un grosero error. Expliqué suficientemente que ni las bebidas ni las juergas continuas ni tampoco los placeres que presenta una mesa suntuosa originan una vida gozosa. Fue mi enseñanza -de palabra y obra- la de una gozosa sobriedad. Analicé el carácter insaciable de muchos deseos que se tornan imposibles de satisfacer y se vuelven así una fuente de frustración, de envidias, de violencias, de angustias que, por ende, nos apartan de la felicidad.
− ¿Me vas a volver a decir que lea la Carta a Meneceo?
EPICURO: Ni que fueras adivino. Pero lee también el De rerum natura (Sobre la naturaleza de las cosas). En esa admirable exposición en verso del epicureísmo, mi discípulo Lucrecio dice que nuestra alma es un vaso en el que vertemos el líquido de los placeres. Pero es un vaso resquebrajado y, por lo tanto, imposible de llenar. Las grietas que lo surcan son los deseos ilimitados.
− Bella imagen.
EPICURO: Lucrecio me elogia por haber advertido que el defecto se halla en el vaso mismo, repleto de poros y agujeros que hacen que todo cuanto en él se vierte se pierda y no haya forma alguna de llenarlo.
− Entonces ¿no hay nada que podamos hacer?
EPICURO: Para sellar las grietas del vaso de nuestra alma tenemos que elegir nuestros deseos con cuidado. Ningún placer es, en sí mismo, un mal; pero nuestra actitud hacia ellos puede hacer peligrar nuestra felicidad: no conviene desear todo placer. Es aconsejable proceder a un cálculo cuidadoso y racional de los placeres, mediante un ascetismo razonado de los deseos.
− ¿Quieres decir que no es posible vivir gozosamente sin hacerlo sobriamente, con sensatez y de forma justa, ni tampoco vivir sobriamente, con sensatez y de forma justa sin hacerlo gozosamente?
EPICURO: Has entendido la gozosa sobriedad.
− Pero no es fácil elegir qué deseos experimentar y cuáles rechazar para alcanzar la gozosa sobriedad.
EPICURO: Amigo, la felicidad de la gozosa sobriedad es una conquista. Hay mucho en juego: tal es la condición de nuestra libertad. Nuestras pasiones nos alienan, nos despojan de nosotros mismos en favor del objeto de nuestro deseo. Es fácil ser adicto a ciertos placeres, convertirse en sus esclavos. Y son tantas las adicciones entre las que elegir: el sexo, el dinero, el poder, el alcohol, las drogas, las “redes sociales”, los videojuegos…
− ¿Podrías aconsejarme algo práctico?
EPICURO: Te recomiendo un ejercicio muy sencillo: la anticipación. Ante cualquier deseo hazte la siguiente pregunta: ¿qué me sucederá si se cumple el objeto de mi deseo y qué si no se cumple?
– Esa recomendación me recuerda la historia de un hombre que tenía un ombligo muy protuberante. Aquello le ocasionaba mucha vergüenza, porque cuando iba a la piscina, se burlaban de él. Como era muy creyente, le pedía fervorosamente a Dios que le quitara ese ombligo. Una noche soñó que un ángel se lo extraía y lo dejaba encima de la mesa. Al despertar comprobó que el sueño era realidad. Muy feliz saltó de la cama y… se le cayeron las nalgas.
EPICURO: ¿Ya lo ves?. Hay deseos cuyo cumplimiento conlleva más dolores que gozos. Antes de cambiar algo, aunque pienses que es para mejor, examina sus posibles efectos secundarios.
− El sabio Chuang Tse, que nos había estado escuchando, nos contó entonces la siguiente historia.
CHUANG TSE: Un día, un hombre se encontró en posesión de un arco excepcional. Hecho de un viejo trozo de sándalo rojo, era sólido y flexible al mismo tiempo: su manejo era excepcional. El hombre estaba encantado con su arco. Pero, al mismo tiempo, le parecía que no era lo bastante bonito, demasiado sobrio. Así que pidió al artesano más hábil del país que lo adornara con una escena de caza. El artesano puso todo su talento en grabar la escena de caza, y el resultado fue asombrosamente realista. Caballos corriendo en pos de la presa, jinetes disparando flechas con sus arcos, el sol y el paisaje… no faltaba nada. Magníficos adornos completaban el cuadro, grabados en toda la superficie restante del arco. El hombre estaba encantado con el resultado: su arco era ahora perfecto. Lo cogió, colocó una flecha y tiró de la cuerda enérgicamente hacia él. Y entonces, pum, el arco se rompió: el excesivo embellecimiento había debilitado la madera y le había pasado factura.
– Al que vive encendiendo la llama de las cosas perfectas, cada día le depara nuevas frustraciones. Y te advierto -me dijo Linguacuta, que por allí pasaba-: la noria de nuestros insaciables deseos también opera a escala social: la lucha por “un mañana mejor” no nos protege de quienes quieren a toda costa “un pasado mañana aún mejor”.
Rodolfo R. De Roux
Septiembre de 2023
4 Comentarios
Ya nos hacían falta tus diálogos apreciado Rodolfo Ramón que son una ilustración amena del pensamiento de grandes personajes de la antiguedad clásica. Se comprenden mejor sus teorías con tus diálogos que con los miles de comentarios de tantos “eruditos” que andan por ahí pontificando.
Los amigos del “Jardín” -donde hubo esclavos y mujeres acogidos por Epicuro- te mandan un saludo, y este servidor te agradece el comentario.
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