Diálogos de ultratumba – El señor inquisidor

Por: Rodolfo Ramon De Roux
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En torno a un famoso “Manual de inquisidores”, escrito en el siglo XIV, nuestros dialogantes se enfrascaron en un tenso intercambio de ideas y afirmaciones que puso al descubierto al inquisidor que todos llevamos dentro.

“Durante la preparación del suplicio, el obispo y el inquisidor, por sí mismos o por boca de un creyente ferviente, presionan al acusado a que se confiese espontáneamente. Si el acusado no lo hace, mandan a los verdugos que le quite las ropas lo que harán enseguida‒, pero sin alborozo, como si experimentasen turbación. Le exhortarán a que confiese mientras los verdugos lo desnudan. Si aún se resiste, le conducirán aparte, totalmente desnudo, y los buenos creyentes le exhortarán repetidas veces. Mientras le exhortan le dirán que si confiesa no le matarán con tal de que prometa no cometer más delitos. (…) Si no se avanza con estos medios, y las promesas resultaren ineficaces, se ejecuta la sentencia y se tortura al acusado. (…) Si después de haber sido convenientemente torturado no confiesa, se le enseñarán los instrumentos de otro tipo de tormento, diciéndole que tendrá que sufrirlos si no confiesa”.

Como quizás se habrán dado cuenta, se trata de directivas dadas por el Manual de inquisidores (Directorium inquisitorum) que Nicolau Eimeric ‒Inquisidor general de Cataluña, Aragón, Valencia y Mallorca‒ escribió en Aviñón hacia 1376. Utilizando múltiples materiales que se hallaban dispersos, Eimeric integró cánones, leyes, constituciones, determinaciones, condenas, prohibiciones, aprobaciones, confirmaciones, consultas y respuestas, epístolas, indultos, consejos y análisis de los errores de los herejes para ofrecer ‒continuamos con sus propias palabras‒ “todo lo necesario para el ejercicio de la Inquisición”.

Me encontraba absorto leyendo el Manual cuando mi cuerpo se estremeció al escuchar los gritos desgarradores de un reo “convenientemente torturado” en el potro y que ahora estaba siendo sometido al suplicio de la garrucha. Como ningún mal llega solo, para mal de mis pecados se me apareció el prepotente canonista español Francisco Peña, quien muy orondo me dijo:

‒El Manual de Eimeric fue lo mejor para los gajes del oficio de inquisidor. Por eso, cuando a finales del siglo XVI la Santa Sede decidió unificar los procedimientos inquisitoriales, me encargó su actualización y contribuí a hacer de él la obra más perfecta en su género.

‒Leo en ese Manual la siguiente afirmación proveniente de tu implacable pluma:

“La finalidad primera del proceso inquisitorial y de la condena a muerte no es salvar el alma del acusado, sino procurar el bien público y aterrorizar al pueblo”.

Previamente, por supuesto, se había aterrorizado al propio acusado. Entonces, te pregunto:

¿Te parece compatible con la religión del Amor convertir al acusado en un demonio al que hay que liquidar?

‒Deja de lado tus escrúpulos, Rodolfo. Bien claro hice la siguiente admonición en el Manual y recuerda que fui el decano de la ilustrísima Sacra Rota Romana: 

“No hay ninguna duda que instruir y aterrorizar al pueblo con la proclamación de las sentencias inquisitoriales, la imposición de sambenitos, etc., es un buen acto”.

Veo que tampoco te tembló el pulso para escribir

Alabo la costumbre de torturar a los acusados, especialmente hoy día en que los incrédulos son cada vez más desvergonzados.

‒No seas mojigato. Y te añado que desde ultratumba me place observar cómo los inquisidores modernos han aprendido bien la lección que les transmitimos los antiguos, aunque los actuales no tienen el coraje de proclamar públicamente lo que practican en privado.

Tú lo has dicho. Basta recorrer los informes anuales de Amnesty International para sentir, además de indignación y náuseas, el terror inquisitorial del que hablaba “Su Eminencia”.

‒¿Qué esperabas? Cada época tiene sus herejes, sus subversivos, sus desvergonzados y, por tanto, sus inquisidores. Por eso, aunque el Tribunal del Santo Oficio haya dejado de existir oficialmente, es harina de otro costal que el espíritu inquisitorial abandone los corazones de tantos apóstoles dispuestos a violentar cuerpos y conciencias con tal de salvar la sociedad.

Digamos, más bien, salvar una particular idea de sociedad que va unida a la defensa de unos intereses particulares. Esta vocación “salvífica” explica muchas adhesiones voluntarias a un sistema inquisitorial, como nos lo refiere el erudito Caro Baroja en su Señor inquisidor y otras vidas por oficio.

Apenas me oyó, el general Carlos Suárez Mason el “carnicero del Olimpo” declaró airado:

‒Estoy de acuerdo con el reverendo Peña y le recuerdo que en la época de la “guerra sucia” en Argentina ‒cuyo periodo más oscuro fue entre 1976 y 1978‒ afirmé ante el célebre abogado Emilio Mignone: “Si de cada cien personas torturadas o muertas solo cinco son subversivos, el hecho de por sí ya está justificado”. Y le aseguro, continuó, que yo no era el único en pensar así.

Lo sé. Por aquellos mismos tiempos, en un sonado juicio realizado en Colombia, el fiscal militar sin que le temblaran los códigos declaró: “Es mejor condenar a un inocente que dejar libre a un culpable”.

‒¡Increíble! ¡Qué asombrosa comunidad de ideales! Seguro que estos “juristas militares” no habían leído mi Manual de inquisidores ‒intervino Peña. Y sin embargo, Eimeric y yo les enseñamos allí a los viejos inquisidores la necesidad de esforzarse a fin de “que se haga todo lo necesario para que el penitente no pueda proclamarse inocente, para no dar al pueblo el menor motivo de que piense que la condena es injusta. Aunque sea lastimoso enviar a la hoguera a un inocente”.

Desafortunadamente me consta que la dureza y la crueldad persisten como fórmula preferida por algunos para eliminar discrepancias molestas. Y observo también que para ser implacables la “claridad” maniquea se impone: de un lado estamos “nosotros” (los buenos, los justos, los patriotas…) y del otro “ellos” (los herejes, los ruines, los subversivos…).

‒Así tiene que ser, respondieron al unísono Peña y Suárez. Los matices impiden matar. En caso de duda, primero se acaba con los sospechosos y que Dios decida luego de sus almas.

Es el tristemente célebre “¡Mátenlos a todos! Dios reconocerá a los suyos…” que se atribuye al legado papal Arnaud Amaury cuando, el 22 de julio de 1209, durante la cruzada contra los cátaros se masacró a toda la población de Bézier sin distingos religiosos.

Marguerite Yourcenar, dama de acendrado humanismo, nos hizo entonces desde una mesa vecina y con voz grave la siguiente reflexión que otrora escribiera en su memorable Opus nigrum:

‒Las escaramuzas con los teólogos (y con los fanáticos de toda laya ‒añado yo‒) tienen su encanto, pero sé muy bien que no existe ninguna conciliación duradera entre los que buscan, pesan, hacen disecciones y se honran de ser capaces de pensar mañana de manera distinta a como piensan hoy, y entre los que creen o afirman creer y obligan, bajo pena de muerte, a hacer lo mismo a sus semejantes.

León Felipe, quien acompañaba a Marguerite, miró fríamente al canónigo Peña y al general Suárez y con un comprensible disgusto les dijo:

              Para mí el bordón sólo…

              A vosotros os dejo

              la vara justiciera,

              el caduceo,

              el báculo

              y el cetro.

              Para mí el bordón sólo

              del romero.

              Yo quiero

              el camino blanco,

              y sin término.

              A vosotros

              os dejo

              la vida

              de los pueblos:

              el collar

              para el cuello,

              la cadena

              de hierro

              y el ladrar

              de los perros.

Peña y Suárez se pusieron colorados de rabia. Comprendimos que era prudente poner tierra de por medio con esos vampiros energéticos. Nos encaminamos rápidamente hacia el “Círculo de los poetas muertos”. Necesitábamos desintoxicar la mente, calmar los nervios y elevar el espíritu. La velada poética nos renovó. 

Allí volví a verme con mi pariente poeta, con Eduardo Ospina, Manuel Briceño, Enrique Gaitán, Luis Carlos Herrera, Mario Calderón y Jurgen Horlbeck. Están como nuevos y les mandan muchos saludos a los exjesuitas en tertulia.

Desperté con una sonrisa en el rostro.

Rodolfo Ramón de Roux

Julio, 2022

4 Comentarios

Humberto Sánchez Asseff 7 julio, 2022 - 9:03 am

Muchas gracias Rodolfo. Tus diálogos con los “ultratumbos” están repletos de anotaciones profundas en medio de la gracia y “malicia” con que nos informas del tema. Considero un privilegio tener acceso a estas notas. No estaría de más que publicaras el diálogo con tu tío Rodolfo Eduardo, Manuel Briceño, Eduardo Ospina y demás contertulios. Gracias de nuevo.

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Rodolfo Ramon De Roux 7 julio, 2022 - 11:02 am

Rodolfo Eduardo me dijo que dejara de echar indirectas contra “nuestra santa madre Iglesia”. Manuel Briceño me susurró: Nolite timere. Ridendo dicere verum, quid vetat? El carísimo Ospina ya está más allá del bien y del mal, se limitó a sonreír.

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John Arbeláez Ochoa 8 julio, 2022 - 12:42 pm

Estupendos apuntes los que realizas en tus diálogos de ultratumba. Maravillosas compañías para tus sueños poéticos y sabios. Me adhiero al consejo de Humberto sobre ese libro de ultratumba que estás en mora de escribir. A lo mejor ya lo iniciaste en estas tertulias.

Abrazos querido amigo.

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Rodolfo Ramon De Roux 8 julio, 2022 - 1:51 pm

John, gracias por tu apoyo. Como bien dices, en estas tertulias he comenzado la publicación de mis diálogos con los queridos difuntos. Es probable que, en un futuro cercano, los publique como un pequeño libro.

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