¿Hacia dónde vamos en la encrucijada histórica global en la que nos encontramos? Depende mucho de adónde queramos ir. ¿Y si no lo sabemos? Para ir a donde no sabemos tendremos que caminar por donde no sabemos. Eso requiere como mínimo abrir al máximo los ojos y utilizar muy bien la razón responsable. ¿Seremos capaces? Esa es la gran pregunta.
No todos los frutos de la globalización han sido dulces. Y los que han sido dulces no lo han sido para todos. Vivimos en un mundo con riquezas nunca antes vistas y donde, al mismo tiempo, su concentración se ha vuelto explosiva. Si en 25 años (1995-2020) la población aumentó 38 %, el PIB mundial creció 180 %. La Tierra, no obstante, es un mosaico de situaciones muy diferentes: un noruego produce 470 veces más riqueza por año que un habitante de Burundi. Y el PIB de Estados Unidos es 27 veces superior al de toda África.
Si las diferencias entre naciones son abismales, también lo son entre individuos. Según un informe de la respetada organización OXFAM International, publicado en enero 20 de 2020, los 2153 milmillonarios que hay en el mundo poseen más riqueza que 4600 millones de personas, o sea, un 60 % de la población mundial. En América Latina y el Caribe, 20 % de la población concentra el 83 % de la riqueza. De esos milmillonarios la cuarta parte vive en solo 13 ciudades y la mitad de ellos en 50. Con su poder económico y político y sus estrategias residenciales esa superélite juega un papel central en la reconfiguración de los espacios urbanos de las grandes metrópolis.
No es de extrañar que la impresionante desigualdad en la distribución de la riqueza sea un factor de enormes tensiones sociales y de flujos migratorios legales e ilegales en busca de mejores condiciones de vida. En 2017 hubo 258 millones de migrantes en el mundo, lo que representa un aumento de 50 % con respecto al año 2000. De esos 258 millones, 65 millones lo hicieron abandonando su país y, de ellos, 21 millones eran refugiados por causa de guerras y persecuciones políticas.
Cuando la decisión de migrar es individual se inscribe en un contexto mundial de desigualdades económicas crecientes, de desequilibrios demográficos, de subdesarrollo y de crisis políticas. Los flujos migratorios se han vuelto motivo de enormes tensiones en los países ricos, que tratan de controlarlos mediante el rechazo de visas, la construcción de muros, la utilización de guardacostas, el cierre de puertos y la apertura de centros de detención. Estas políticas antiinmigratorias han favorecido el surgimiento de una economía mafiosa de tráfico de personas, que además se convierten en víctimas de grupos xenófobos que acusan a los migrantes de amenazar la identidad cultural de la nación, del aumento de la inseguridad y de la pérdida de empleos.
Con la globalización y su secuela de deslocalizaciones y externalizaciones de la producción se ha dado una nueva organización del trabajo. En aras de la productividad, en lugar de la adhesión a una empresa a la que se era leal y que a cambio ofrecía un puesto de trabajo estable, los trabajadores se enfrentan ahora a un mercado laboral extremadamente flexible y a empresas estructuralmente dinámicas con periódicos e imprevisibles reajustes de personal. Como resultado tenemos un abanico de situaciones laborales precarias, de contratos temporales y minitrabajos a bajo costo.
La última tendencia en esta dinámica de precarización laboral es la “uberización” de la economía, eufemismo que se refiere a la utilización de plataformas digitales y aplicaciones móviles para facilitar transacciones entre clientes y proveedores de un servicio. La uberización del trabajo asocia autonomía, flexibilidad laboral extrema, ausencia de protección social y, frecuentemente, autoexplotación.
Al asalariado del siglo XXI (por lo menos en los países “desarrollados”) lo angustia la multiplicación de tareas, abrumado por horarios flexibles, inquieto por la reducción de las ventajas ya adquiridas en su empleo, atrapado entre la obligación de productividad y el miedo al desempleo, víctima del estrés y del burn-out, amenazado de ser reemplazado por robots… Por otra parte, un buen número de sus conciudadanos vive la situación inversa: desempleados que buscan con desespero un trabajo, carcomidos por el sentimiento de inutilidad y la pérdida de autoestima, pues en las sociedades “desarrolladas” el trabajo define el estatus social y garantiza la necesidad vital de reconocimiento: “dime lo que haces y te diré quién eres”.
En este contexto de crisis del mundo del trabajo, crisis ecológica y protesta por la tremenda desigualdad en la repartición de la riqueza surge la reacción política de los “antiglobalistas” y de los “altermundialistas”, movimiento social heterogéneo compuesto por simpatizantes de muy variados perfiles, que proponen que en este “nuevo desorden mundial” la globalización y el desarrollo se basen prioritariamente en los valores sociales y ambientales, y no en el indefinido crecimiento económico.
Muchos han quedado por fuera del prometido banquete de este “orden nuevo” de la globalización neoliberal y han reaccionado de manera similar a los desheredados y frustrados de épocas anteriores: con odio intenso a supuestos enemigos, intentos de reconstruir una mítica edad de oro perdida y afirmación agresiva de la identidad de grupo.
Nacionalismos violentos, populismos de derecha y de izquierda, fanatismos religiosos, son expresiones del malestar frente a una realidad en la que muchos se sienten humillados, desechables, marginados o en vías de perder el estatus social adquirido. Así se explica la ola de resentimiento que hay ahora ‒desde los supremacistas blancos estadounidenses hasta los islamistas del Daesch, desde los chalecos amarillos franceses hasta los pro-Brexit británicos‒, porque el sentimiento de desvalorización personal y de precariedad laboral también ha arraigado en el seno de los países ricos.
La economía globalizada ha fortalecido la llamada “sociedad de consumo”, la cual sirve de combustible para el crecimiento económico. Como ha dicho irónicamente Emile Henry Gauvreau, se trata de un “sistema que nos persuade a gastar el dinero que no tenemos en cosas que no necesitamos para crear impresiones que no durarán en personas que no nos importan”. En este tipo de sociedad la publicidad ‒ayudada por las bases de datos electrónicos sobre nuestros gustos personales‒ crea el deseo de consumir, el crédito bancario da los medios y la obsolescencia programada renueva la necesidad de comprar.
No cabe duda de que la sociedad de consumo ha tenido el mérito de poner al alcance de las mayorías bienes que hasta hace unos decenios eran privilegio de unos pocos. Sin embargo, el consumo excesivo e innecesario de bienes y servicios –junto con la obsolescencia programada de los productos‒ genera despilfarro y sobreexplotación de los recursos naturales no renovables. En la sociedad de consumo todo es fácilmente desechable, incluso las relaciones afectivas. Se trata de una “cultura de lo provisorio” en la que las personas ‒como dice el papa Francisco en Amoris laetitia‒ “creen que el amor, como en las redes sociales, puede conectarse y desconectarse al gusto del consumidor”. Una expresión de esta realidad es el fenómeno del ghosting, que consiste en terminar una relación sin una palabra, para evaporarse sin dar explicación alguna. Paradójicamente, salir y ser invisible es más fácil en la era de las relaciones virtuales, donde los sitios y aplicaciones para citarse (dating) facilitan las relaciones efímeras, basadas en el consumo sexual.
Esta sobreexplotación de los recursos naturales se debe no solo a la sociedad de consumo, sino también a una “explosión demográfica”, fruto a su vez de los adelantos en el campo de la salud que han reducido la mortalidad infantil y aumentado significativamente la esperanza de vida mundial, que pasó de 64 a 71 años entre 1990 y 2015, y que progresa en promedio cuatro meses por año. En 1950 había en el mundo 2600 millones de personas; en 1990, 5300; en 2020, 7700; en 2030 se estima que seremos 8500 millones.
La sobreexplotación de los recursos naturales que utiliza tecnologías basadas en el uso de combustibles fósiles (carbón y petróleo) está influyendo de manera decisiva en el calentamiento global, debido a la emisión de gases de efecto invernadero a la atmósfera. Si este cambio climático no se frena será, en un futuro cercano, causa de hambrunas, guerras y flujos de refugiados. Sin duda, problemas ecológicos y cambios climáticos han existido en el pasado, pero entre el mundo de ayer y el de hoy hay grandes diferencias. Actualmente, la población es más importante, la tecnología más destructora y la interconexión creciente hace pensar en un riesgo de colapso global más que local. Al mismo tiempo esa interconexión contemporánea puede permitir soluciones globales que eran impensables hace unos decenios.
Hoy estamos bien informados de lo que está sucediendo a escala mundial y hay un saber acumulado que permite prever lo que deberíamos hacer para evitar un colapso ecológico. Sin embargo, se necesitan decisiones globales en un mundo donde las organizaciones internacionales no existen sino por la gracia de los Estados nacionales y no tienen más poder que el que les otorgan las grandes potencias que son, a su vez, las principales contaminadoras del planeta. El desafío es enorme y urgente: lograr que los Estados nacionales sean responsables y capaces de coordinar esfuerzos y, por otra parte, que los organismos internacionales sean eficaces para hacer respetar los acuerdos que se llevan a cabo.
Como si los mencionados desafíos no bastaran, nos ha llegado la pandemia del Covid-19, pues los virus también se globalizan en un santiamén. La confrontación masiva y simultánea con la enfermedad y la muerte nos ha sensibilizado al hecho de que nuestra relación con el mundo no se traduce únicamente en términos de cálculo, rentabilidad y eficacia. El confinamiento forzado también ha puesto de presente cuánta necesidad tenemos del cuerpo de los demás, de su presencia física. No estamos dispuestos a contentarnos con relaciones virtuales, por mucho que se hayan desarrollado las “redes sociales informatizadas”.
Asimismo, ha quedado en evidencia que aunque todos estemos en la misma tormenta, todos no vamos en el mismo barco. Como de costumbre, no han sufrido lo mismo quienes tienen buenos medios de subsistencia que quienes no los tienen, pero ha sido positivo que en la urgencia hemos sido capaces de aunar esfuerzos globales para sacar adelante rápidamente unas vacunas. En estas circunstancias se ve con claridad cuán vacua es la afirmación de que no existe la sociedad, pues solo existen los individuos, como proclamaba Margaret Thatcher.
El proyecto de nuestra modernidad globalizada ha buscado hacer del mundo algo “disponible” y ha querido ampliar nuestro dominio sobre él, ya sea por medio de la ciencia (para comprender sus mecanismos), de la técnica (para plegarlo a nuestra voluntad) o de la política (para asentar nuestra soberanía). Soñamos como humanidad con controlar el mundo, pero el mundo que deseamos disponible, de repente se nos ha mostrado “indisponible”. Esa es la frustración global actual con esta pandemia que ha evidenciado que nuestra voluntad de control es limitada y está sometida a imprevistos.
En medio de la borrachera de nuestros logros tecnocientíficos nos hemos despertado confrontados brutalmente a nuestra fragilidad y a la incertidumbre de los acontecimientos. El desastre ecológico anunciado a mediano plazo, lo mismo que la actual pandemia, nos han recordado aguda y cruelmente que no somos los omnipotentes reyes de la Creación, sino una diminuta parte de la Naturaleza. Continuamos pensando que somos autónomos y totalmente libres en un Universo infinito; sin embargo, somos seres dependientes de una delgada y frágil capa de agua, tierra y aire a la que llamamos biosfera. Y en esa biosfera no somos los únicos actores. En ella hay actores humanos y no humanos en permanente interacción. Aquí estamos, ahora, interactuando con el Covid-19. Como supuestamente dijo el sabio jefe Seattle (1786?-1866), “la Tierra no pertenece al hombre; es el hombre el que pertenece a la Tierra. (…) El hombre no tejió el tejido de la vida, es apenas uno de sus hilos. Todo lo que le haga al tejido se lo hace a sí mismo”.
Nuestra supervivencia se juega en el reconocimiento de lo que somos, y no somos ni inmortales ni omnipotentes. Oliver Wendell Holmes Jr. (1841-1935), destacado juez de la Corte Suprema de Estados Unidos, dijo en cierta oportunidad: “El secreto de mi éxito es que de joven descubrí que no era Dios”. Es necesario que, como humanidad, vayamos descubriendo lo mismo. Ahora bien, saber quiénes somos, cuáles son nuestros límites, cuáles nuestras posibilidades y cuáles las consecuencias de nuestras acciones requiere una capacidad de reflexión y de discernimiento que no podemos dar por descontada. Ese es el gran desafío y la gran incógnita. Nada está jugado de antemano. Somos, como humanidad, un proyecto inacabado que cada nueva generación debe completar. Eso es lo excitante ‒e inquietante‒ de la aventura humana.
En el país de las maravillas, Alicia, que se encuentra perdida, le pregunta al Gato Sonriente: “Por favor, ¿podría decirme qué camino debo seguir para salir de aquí?”. Y el felino le responde: “Eso depende mucho de adónde quiera llegar usted”. ¿Hacia dónde vamos en la encrucijada histórica en la que nos encontramos? Depende mucho de adónde queramos ir. ¿Y si no lo sabemos? Bueno, para ir a donde no sabemos tendremos que caminar por donde no sabemos. Eso requiere como mínimo abrir al máximo los ojos y utilizar muy bien la razón responsable. ¿Seremos capaces? Esa es la gran pregunta.
Rodolfo R. de Roux
Marzo, 2021
2 Comentarios
Rodolfo, excelente e inquietante reflexión sobre nuestro presente y futuro. Personalmente pienso que la humanidad va camino a la autoaniquilación, si sigue como vamos en esta carrera loca hacia la nada.
Felicitaciones por tu perspicaz análisis de nosotros
Muy importante y necesaria reflexión. Muy alejada del pensamiento común de las mayorías. Es necesario pero difícil hacer conciencia de los riesgos y peligros que afrontamos. La cotidianidad nos impide visualizar el futuro. Gracias y saludos.