El reciente escrito de Silvio Zuluaga, brillante lectura de la vocación a la Compañía como fruto de un bien concebido plan de mercadeo jesuítico, me puso a evaluar si yo fui “víctima” de esa estrategia cuidadosamente diseñada para motivar jovencitos “ni bizcos ni cazcorvos” que engrosaran las filas de la Caballería Ligera del Papa.
Luego de sereno examen de conciencia he llegado a la conclusión de que no fui “fruto” de un “marketing vocacional” sino el resultado de aquello que podríamos llamar “merchandising” vital; me explicaré, previa ambientación necesaria.
Nací y pasé los primeros años de mi vida entre potreros, rastrojos, supérstites bosques de maderables, vacas, terneros caballos y arrierías. Cuando llegó mi “edad de merecer” no matrimonio sino estudios formales, fui matriculado en la escuela del pueblo donde yo era de los pocos que usaban zapatos; uno que su abuelo paterno recogía los viernes por la tarde en bestia de silla para llevarlo a la finca y lo volvía a dejar los lunes a primera hora en la puerta de la escuela. Entre semana vivía con la abuela materna que residía a las afueras del pueblo, distancia que me tomaba cerca de media hora de caminata.
Terminado el año escolar, doña Eva, que así se llamaba la maestra de mi curso, le dijo a mi papá con acento de oráculo de Delfos: “Don Alberto: vea a ver qué va a hacer con este muchacho; o lo manda a estudiar a Medellín o lo pone a trabajar en la finca porque si lo deja aquí, se le pierde”. Vencidos algunos inconvenientes, fui a parar a Medellín y me matricularon en el “Gimnasio Medellín” que además de la gloria de haberme tenido como exalumno, contó también entre sus ilustres egresados al P. Alberto Gutiérrez Jaramillo, S.J. de grata recordación.
Con la llegada del nueve de abril de 1948, concluyó, poco después, mi paso por aquel sencillo colegio fundado y regentado por una familia cuyos miembros desempeñaban todos los cargos típicos de cualquier institución educativa.Aquel modesto colegio se había instalado en una vieja casona en los límites al sur de un Medellín que no pasaría en ese entonces de albergar unos 300.000 habitantes.
El merchandising jesuítico empezó con el paso del modesto colegio de barrio, al muy encumbrado y tradicional colegio de San Ignacio, en 1950, lo cual me produjo un profundo impacto con marca de grandeza, acrecentado al recorrer sus corredores que exhibían los “mosaicos” de las promociones anteriores de bachilleres. Empecé a reconocer rostros de egresados que se habían convertido en empresarios, ingenieros, médicos o políticos de prestigio; tales mis primeros influjos del programa de merchandising jesuítico: empezaba para mí un camino de grandeza, prestigio y liderazgo, digno del respeto y veneración que inspira todo lugar sagrado.
Edificio, mosaicos y sotanas negras cubrían todos los espacios del entorno, desde la portería hasta la rectoría,pasando por el cuerpo de docentes y asesores espirituales. Estos eran los primeros elementos del merchandising jesuítico; muestra viviente de los valores que profesaban e inculcaban ejemplarmente. El resultado no se apartó un momento de los planes: “quien ingrese acá se involucra en algo grande, emprendimiento que vale la pena adoptar”.
Muchos años después, en épocas muy recientes, encontré entre los apuntes del P. Manuel Briceño, S.J. una nota manuscrita que compartía en mis clases de griego y latín con el nombre de “Los Postulados de Oxford” y que posiblemente le impactaron a Manolo, de tal forma que los transcribió y los conservó hasta su muerte; me parece advertir en ellos un anticipo de los lineamientos de esas primeras acciones del merchandising jesuítico. “1. Usted ha venido buscando algo bueno señal de que lo hay; entonces no se dedique a criticar. 2. No nos interesan sus perspectivas; no nos hable de ellas porque si no, hubiéramos ido nosotros allí; cuando nos interesen, iremos allí, así como usted ha venido aquí. 3. Usted espere un poco y verá cómo en medio de todo y a pesar de todo,terminaremos entendiendo”.
Por aquellos tiempos hacía su período de magisterio el P. León Uribe Cadavid, S.J. en Villa Gonzaga,“Remolacho” como lo llamaron los estudiantes, por su marcado color de piel y cabellos más bien rubios y ralos. Era mi prefecto de disciplina en el curso y, después de la primera entrega de notas con resultados lamentables, se me acercó en un recreo y me dijo en tono confidencial y casi cómplice: “dígale a su papá que lo meta a Villa Gonzaga que allí lo enderezo”… Entré pues a Villa Gonzaga, “por defecto”, como se dice en el lenguaje de los computadores de hoy. La Apostólica significó para mí otra fase del plan de “merchandising jesuítico”.
Más campesino injertado en la urbe que hijo de una cultura del libro y del documento, mis logros escolares no fueron los mejores. Cuando volví de vacaciones a la finca familiar a medio día de camino de Medellín, lo hice con el sanbenito de haber perdido ortografía y las demás materias colgando de un hilo.
Sin embargo, en toda esa época estuve a merced del ejemplo de personajes memorables, todos ellos jesuitas, salvo uno que otro laico ocasional, fervoroso admirador de la Compañía. Toda aquella pléyade ilustre, larga de enumerar, sacerdotes y hermanos coadjutores, iba haciendo el trabajo de aguas subterráneas que, gota a gota, minan el terreno de modo silencioso y casi invisible pero irrefrenable: doctos, afectuosos en el límite mismo del respeto, dedicados a su tarea, alegres y serviciales.
¿Resultado de este proceso de cinco años, incluyendo el quinto preparatorio? Los efectos evidentes del merchandising jesuítico: ¡Quiero ser como ellos! Nada de salvar almas, regentar parroquias, dar testimonio de pobreza, administrar sacramentos, predicar, dar ejercicios espirituales; de opción indeclinable, eminente en cualquier campo de acuerdo con el ejemplo vivo que recibía a diario; sin conocerlo, opté por el magis.
Doy testimonio de que si algo he llegado a ser en la vida, en cualquiera de mis espacios vitales, se lo debo todo a la Compañía de Jesús, tal como no me he cansado de repetirlo en cuanto escenario he tenido la oportunidad de confesarlo.
Muy pocos años de mi vida los pasé en casa acompañado de papá y mamá; el año de escuela rural lo viví casi todo con la abuela materna; los años anteriores a mi ingreso a Villa Gonzaga, los viví en casa de dos tías paternas que vinieron a instalarse en Medellín, para que yo pudiera continuar estudiando. A partir de mi ingreso a la Apostólica, los contactos familiares eran apenas los días de visita; una vez papá y mamá me visitaron durante el noviciado. Solo en mis primeros años de vida tuve presencia física permanente de papá, mamá y unos muy pocos, con mi única hermana a la que la aventajo en 8 años.
Del colegio a la etapa de teología -más de 20 años de mi vida- los pasé cerca de eminencias en el campo espiritual, la ciencia y la filosofía; ese contacto me iba afianzando en el deseo de ser “como ellos” que me nació en el colegio, se fortaleció durante los años de formación y traté de realizar,una vez sacerdote, luego de pasar por los duros momentos de la negación de órdenes menores, la “purga” de más años de magisterio, la negación temporal de las órdenes mayores y durante los últimos diez años de vida consagrada, lo que hoy se conoce en el mundo empresarial como “el despido silencioso”.
Así como el merchandising jesuítico me llevó a la Compañía, la misma estrategia con nuevo enfoque, me sacó de ella. El Vaticano II, Arrupe y su “opción preferencial por los pobres” a rajatabla, las petites communautés en barrios marginales con apariencia de compromiso con el pobre, pero de muros para adentro no tanto; el furor del “aggiornamento”, mi visita al juniorado o al filosofado -no estoy seguro si esa era la etapa de formación- pero en todo caso, el barrio Spring de Bogotá, el pequeño salón con pupitres de colegio, las habitaciones con dos o tres camas y el desmonte de la Casa de la Juventud en Medellín para “dar testimonio de pobreza”, acompañado del subsiguiente trasteo al pequeño apartamento de segundo piso cerca de la cabecera norte del aeropuerto Olaya Herrera, fueron algunos de los elementos del nuevo merchandising que me llevaron a aceptar el “fatum” aquel registrado en Lucas 9, 22 Nadie que mire hacia atrás después de poner la mano en el arado, es apto para el Reino de Dios.
Jaime Escobar Fernández
Chía, 23 de septiembre de 2023
5 Comentarios
Querido Jaime, puedes decir sereno con el de Tarso: ¡Cuán inescrutables son los caminos del Señor! (Rom 11,33). Que el “sursum corda” acompañe nuestro “nunc dimittis”.
Jaime: Què bella vida! Vida fascinante que, la mayorìa de nosotros, vivimos, e indudablemente, lo que tu denominas merchadising nos fascinò a todos y nos llevò a vivir quinquenios inolvidables. Un abrazo, Silvio
Jaime, tu periplo desde la finca familiar pasando por la formación jesuítica y tus posteriores trabajos en el campo educativo deben llenarte de orgullo y de satisfacción al haber disfrutado cada instante de tu laboriosa vida. Lo del mercadeo fue lo de menos, lo importante fué ese “carpe diem” de cada día.
Jaime: gracias por el hermoso recuento de un camino, muy similar al que todos los XSJ hemos vivido. Concuerdo contigo que ese “enamoramiento” por la vida del jesuita, que posiblemente llamamos vocación, nos nació de la convivencia en los colegios de la ínclita con los sacerdotes, maestrillos y hermanos coadjutores que nos trataban con simpatía. Ese ejemplo nos llevó a tratar de ser como ellos. Pero como “Dios escribe derecho con renglones torcidos”, que nos repetía Chucho Caycedo como maestro de novicios, ahora nos encontramos, en el atardecer de la vida, con una familia de hermanos que nos reunimos semanalmente a disfrutar mutuamente de esa COMPAÑÍA.
Jaime, igual que con la narrativa de Silvio, disfruté mucho de tu periplo vital. Coincido contigo que mis 4 años largos en la SJ que terminaron iniciando filosofía se originaron en el contagio al convivir en el internado del Colegio Ortiz en Tunja y luego en el San Bartolomé mayor, solo que en mi caso mi despido fue acelerado.