Sin la convicción colectiva de que la escuela es fundamental, no hay argumento científico que valga.
Ya comenzaron a reactivarse los colegios, como sucedió hace tiempo en diversos países. Sin embargo, subsisten temores y resistencias de familias, maestros y de algunos estudiantes. Es importante conocer e intentar descifrar esos temores que tienen tantas razones serias como confusiones.
También en otras partes ha sido difícil el retorno a las aulas con razones parecidas a las nuestras. A mediados del año pasado las autoridades de diversos países de Asia, Europa y Norteamérica dieron directrices sobre los protocolos para la apertura de las escuelas, basados en lo que sabían entonces sobre las formas de transmisión del virus. Circularon fotografías y videos de niños de Corea del Sur, Singapur o Francia en módulos de aislamiento que más parecían tristes salas de castigo que colegios.
Siguiendo el ejemplo de esas experiencias iniciales, los primeros protocolos nuestros prescribieron tal cantidad de requisitos que se veía de inmediato la dificultad de reabrir colegios en cualquier sociedad con una infraestructura escolar como la nuestra, y la imposibilidad total para las regiones más pobres.
Arrastramos décadas de atraso educativo con respecto a otros países, inclusive de América Latina, como lo señalan estudios muy serios. Más de cuarenta años se requirieron para tener cobertura plena en educación primaria y apenas si superamos hoy el 70 % en básica y media. Perduran tasas de repitencia y deserción altas, y nuestra posición frente a otros países en el desarrollo de competencias básicas es muy desfavorable, sin mencionar las diferencias internas.
Las causas de este atraso, que afecta la capacidad colectiva de generar riqueza y profundiza día a día la desigualdad, no son simples ni tienen soluciones automáticas. Es claro que gran parte de la responsabilidad es del Estado, pero hay problemas culturales que no se resuelven con más presupuesto ni mejores leyes.
El conjunto de valores y creencias que hacen parte de la cultura explica muchos miedos y resistencias, así como la capacidad de ver el futuro y sobreponerse a las dificultades. Hay padres de familia que creen que el colegio es un lugar peligroso, donde los niños van a enfermar, y no confían en la información que ofrecen las entidades responsables de la educación y la salud. Esta desconfianza afecta a algunos educadores, pues consideran que las condiciones de infraestructura de los planteles nunca serán adecuadas por negligencia del Gobierno. Estos miedos se transmiten a los niños y adolescentes, que a su vez han encontrado una manera de eludir las dificultades propias de la convivencia escolar, que supone aprender a enfrentar conflictos, seguir normas y mantener procesos de exigencia académica que para algunos resultan muy estresantes.
Bajo las condiciones actuales, se esfuman muchas dificultades de la cotidianidad escolar. En el muy corto plazo esto podría parecer irrelevante. ‘Si ya completamos un año –dicen–, qué más da esperar otros seis meses hasta que vacunen a todo el mundo’. Luego, habrá otros peros. A lo mejor, ciertos chicos querrán seguir en casa y se exigirá a los colegios continuar administrándoles su dosis diaria de virtualidad. No sabemos cuánto dure la inmunidad de las vacunas, así que quién sabe si algunos maestros podrán volver algún día…
Sin la convicción colectiva de que la escuela es fundamental para el desarrollo de las nuevas generaciones, de los ciudadanos que dirijan el país, de los propios maestros que se sientan orgullosos cumpliendo su misión y de las familias que deseen para sus hijos un futuro posible en una sociedad cada vez más dura y competitiva, no habrá argumento científico que valga.
Para salir a la calle, ir de compras en diciembre, hacer fiestas clandestinas, viajar o reunirse con amigos no se necesitó convencer a nadie. Con quitar la prohibición fue suficiente.
Francisco Cajiao
Febrero, 2021