De mayo del 68 a octubre del 2022 (2 de 4)

Por: Luis Alberto Restrepo
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Desde los años ochenta, los grandes ‘capos’ de la droga se abrieron paso en la economía, la sociedad y la política, a punta de ‘plata y plomo’ –soborno y bala–, generando de ese modo el más radical y perdurable cambio de valores y costumbres en la sociedad y el Estado colombianos. 

Colombia había sido una nación encerrada en sí misma, conservadora, pacata en sus costumbres, pero estructurada por ciertos valores religiosos y políticos, así no fueran los mejores. Con la expansión del narcotráfico, el país comenzó a transformarse en una sociedad mafiosa regida por la ley del dinero rápido a cualquier costo y mundialmente marcada por una oscura reputación. Hoy, avanzado el siglo XXI, esa ‘sociedad sombra’ sigue rigiendo buena parte de los destinos nacionales, aunque haya aprendido a mimetizarse de mil maneras. Nutre ampliamente la economía ilegal y la legal y se ha infiltrado directa o indirectamente en todos los campos: la política, las distintas ramas del poder público, la justicia, la empresa privada. Ha logrado incluso a trastocar y confundir la lógica del conflicto armado interno que, de ser una lucha entre insurgentes y contrainsurgentes, pasó a convertirse en buena medida en una competencia violenta entre poderosos grupos armados por el control de cultivos, laboratorios, cargamentos y rutas. De esa competición no escapan siquiera importantes sectores de los aparatos armados del Estado. Solo algunos políticos y economistas siguen empeñados en ignorarlo… o en encubrirlo.

Esos dos tipos de cáncer nacional ‒guerrilla y narcotráfico‒, seguidos luego por los grupos de autodefensa y paramilitares, no pelecharon en los años 70 por azar. Sus semillas fueron sembradas en el país por las agudas frustraciones políticas que padecieron amplios sectores campesinos y de clases medias bajas de las grandes ciudades. Vale la pena traer a la memoria esos hechos, que modelaron el escenario social y político en el que comencé a actuar y que contribuyeron a formar mi visión del país.

Guerrillas, narcotráfico y paramilitares 

En 1968, el presidente Carlos Lleras Restrepo había retomado la vieja idea de Alfonso López Pumarejo, de realizar una reforma agraria. Logró la aprobación de la Ley 1ª de ese año, puso en marcha el programa y creó la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC) como fuerza social de apoyo a la reforma. En un escrito que se encontraba en la web (NB: en 2022 ya desapareció), Apolinar Díaz Callejas, militante y dirigente por entonces de la izquierda liberal, cuenta una anécdota que ilustra la clarividencia de Lleras. El presidente lo convocó a su despacho para ofrecerle la gobernación del recién creado departamento de Sucre, y al momento de despedirse le dijo: “Piénselo bien, si no hacemos la reforma agraria en Colombia nos lleva el Diablo (…)”. La reforma agraria no se pudo hacer, y el Diablo nos llevó.

Entre 1971 y 1972, el gobierno conservador de Misael Pastrana Borrero, con el apoyo de los jefes liberales Alfonso López Michelsen y Julio César Turbay Ayala, canceló la reforma agraria iniciada por Lleras. Con el auspicio gubernamental, el 9 de enero de 1972, los partidos tradicionales y los grandes propietarios de la tierra ‒ganaderos, bananeros y arroceros‒, firmaron el llamado Pacto de Chicoral. El acuerdo enterró la redistribución de la propiedad rural, aceleró su concentración y condujo a la expulsión de campesinos y comunidades indígenas y negras de sus territorios. Los latifundistas contrataron a muchos de ellos como trabajadores que, al mismo tiempo, podían cultivar una pequeña parcela (‘aparceros’) para su mantenimiento y el de sus familias, y los convirtieron en rebaños de electores cautivos. 

Al mismo tiempo, para debilitar a la ANUC creada por Lleras, el gobierno de Pastrana creó una rama oficialista de la Asociación (‘línea Armenia’), mientras la organización originaria (‘línea Sincelejo’) continuaba su lucha, desde entonces en franca oposición al gobierno. Los dos presidentes posteriores, los mismos López Michelsen (1974-1978) y Turbay Ayala (1978-1982), ambos liberales, mantendrían las iniciativas del conservador Pastrana. Y así, de la mano de ‘Satanás’ –como acertadamente denominaba el sacrificado exministro Rodrigo Lara Bonilla a López Michelsen‒, ¡nos llevó el Diablo!

Dicho sea de paso, López fue en mi opinión uno de los dirigentes más infaustos que tuvo Colombia en el siglo XX. Para muchos opinadores y políticos del país, se trataba de un brillante intelectual y un estadista que “ponía a pensar a Colombia”. Yo diría más bien que era un entretenido contertulio con boutades* y afirmaciones desconcertantes. 

Creó y dirigió el Movimiento Revolucionario Liberal (MRL), al que luego traicionó para convertirse en candidato oficial del partido liberal. Frustrados, muchos de los jóvenes que lo habían seguido se fueron al monte con el ELN. López le bloqueó el camino a la reforma agraria y a su clarividente promotor, Lleras Restrepo. Con el programa de Desarrollo Rural Integrado (DRI) propició el latifundismo y por esa vía contribuyó a amarrarnos al siglo XIX; impulsó el clientelismo y la corrupción turbayista del Estado y de los electores; abrió una ‘ventanilla siniestra’ en el Banco de la República, que propició el incipiente lavado de activos ilegales derivados de la marihuana.

En 1974, Lleras Restrepo quiso postularse por segunda vez como candidato del partido liberal a la presidencia, pero se estrelló de nuevo con la funesta alianza de López y Turbay. López fue el escogido y resultó elegido presidente (1974-1978). Muchos viejos campesinos y obreros liberales le dieron su voto con la ilusión de que su gobierno, como el de su padre, promovería serias reformas sociales, pero muy pronto vieron frustradas sus esperanzas. El desengaño desembocó, el 14 de septiembre en 1977, en la mayor protesta urbana del siglo XX en Colombia, apenas superada por la revuelta que siguió al asesinato de Gaitán. Al final de su gobierno, López fue despedido en el estadio de Bogotá con una poderosa silbatina del público bogotano. 

En 1978, Lleras insistió por tercera vez en ser el candidato del partido pero, gracias al apoyo de López, el escogido fue Turbay. El aparato clientelista impulsado por los terratenientes se disparó entonces a todo vapor para las elecciones y Turbay fue elegido presidente (1978-1982). Para hacer frente a la inconformidad popular y a la beligerancia urbana del M-19, Turbay cedió a las presiones del ejército, impuso el llamado Estatuto de Seguridad (versión criolla de la Seguridad Nacional gringa) y le dio vía libre a una vasta represión de la que muchos inocentes resultarían víctimas.

Durante esos tres gobiernos ‒uno conservador y dos liberales‒, la expansión del latifundio y la consiguiente dispersión y desempleo del campesinado se convirtieron en el terreno abonado para el brote y la multiplicación feraz, por un lado, de las guerrillas y, por el otro, del narcotráfico y el paramilitarismo. Esta tenebrosa combinación de grupos armados y narcotráfico contribuyó además al desplazamiento forzado y a la emigración de nacionales, que en los años siguientes alcanzó cifras sin precedentes a escala nacional. 

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* Intervención pretendidamente ingeniosa, destinada por lo común a impresionar.

Luis Alberto Restrepo M.

Octubre, 2022

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