Contribución al debate sobre la dispensa del celibato clerical

Por: Alberto Echeverri
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El documento que enmarca la dispensa del celibato sacerdotal, que concede el Papa y notifica el obispo a quien le competa, es debatido en este artículo, publicado en 2016 por una persona que ha vivido ese proceso.

En pocas ocasiones las revistas de teología someten al tamiz de la crítica las decisiones judiciales, vale decir canónicas, de la Iglesia. Los tiempos que vive la comunidad de los creyentes requieren contrastar la confesión de fe y el uso que la autoridad eclesiástica hace del “poder de las llaves”, que Cristo confirió a los sucesores de Pedro en el pontificado y, por extensión, a los obispos.  

Un aspecto de la vida de los católicos que la mayoría desconoce es el referido a las consecuencias cotidianas que tiene, para el presente y el futuro del individuo y de la comunidad diocesana con la cual se identifique, la “pérdida del estado clerical”. 

El siguiente texto de la Congregación para el Clero no se dirige solo a determinadas personas ‒entre quienes solicitan la dispensa del ejercicio del ministerio presbiteral‒, que el Código de Derecho Canónico (CIC) identifica como “dispensa del celibato sacerdotal”. El texto es, a todas luces, un formato idéntico para la generalidad de los casos.

SUMARIO DEL RESCRIPTO DE DISPENSA DEL CELIBATO SACERDOTAL

1.   El rescripto de dispensa del celibato sacerdotal, concedida por el Sumo Pontífice, que debe ser notificado al solicitante por el Ordinario competente lo antes posible:

  1. Produce su efecto desde el momento de la notificación;
  2. Comprende inseparablemente la dispensa del sagrado celibato y la pérdida simultánea del estado clerical. No puede el solicitante separar esos dos elementos, ni aceptar el primer recusando el segundo.
  3. Si el solicitante es religioso, el rescripto concede también la dispensa de los votos (en cuanto sea necesario).
  4. El mismo rescripto lleva consigo, en cuanto sea necesaria, la absolución de las censuras.
  5. La notificación de la dispensa al solicitante puede hacerse personalmente, por el mismo Ordinario o su delegado o por el notario eclesiástico, o por carta certificada. El Ordinario debe devolver una copia del rescripto debidamente firmado por el solicitante, como prueba de que este lo ha recibido y acepta sus preceptos.
  6. La noticia de la concesión de la dispensa anótese en los libros de bautizados de la parroquia del solicitante.
  7. Por lo que se refiere a la celebración del matrimonio canónico, se ha de aplicar lo establecido en el Código de Derecho Canónico. Cuide el Ordinario de que todo se realice prudentemente, sin especial solemnidad exterior.
  8. La autoridad eclesiástica a quien corresponde notificar debidamente el rescripto al solicitante, exhórtele encarecidamente a participar en la vida del Pueblo de Dios de modo congruente con su nueva situación, a dar edificación y a mostrarse así como un buen hijo de la Iglesia. Al mismo tiempo, hágale saber cuanto sigue:
  1. el presbítero dispensado pierde, por el mismo hecho de la dispensa, las dignidades y oficios eclesiásticos; y no queda ligado por más tiempo a las demás obligaciones propias del estado clerical;
  • queda excluido del ejercicio del sagrado ministerio, a excepción de lo dispuesto en los cánones 976 y 968 §2, y, por ello, no puede tener la homilía ni puede ejercer un oficio directivo en el ámbito pastoral ni desempeñar el cargo de administrador parroquial;
  • no puede desempeñar ningún cargo en los Seminarios e Institutos equiparados. En otros Institutos de estudios de grado superior, dependientes en cualquier modo de la Autoridad eclesiástica, no puede ejercer un cargo directivo;
  • en los Institutos de estudios de grado superior, dependientes o no de la Autoridad eclesiástica, no puede enseñar ninguna disciplina propiamente teológica o íntimamente conectada con ella;
  • en los Institutos de estudios de grado inferior, dependientes de la Autoridad eclesiástica, no puede ejercer cargos de dirección ni enseñar una disciplina propiamente teológica. La misma prohibición afecta al presbítero dispensado en cuanto a la enseñanza de la Religión en Institutos del mismo grado, no dependientes de la Autoridad eclesiástica;
  • de suyo, el presbítero dispensado del celibato sacerdotal, y con mayor razón si se ha casado, debe apartarse de los lugares en que su anterior condición es conocida, y no puede desempeñar en ninguna parte el servicio de lector y acólito ni de la distribución de la comunión eucarística.
  • El Ordinario diocesano del domicilio donde mora el solicitante puede, según su prudente juicio y conciencia, después de haber oído a las personas interesadas y de haber ponderado bien las circunstancias, dispensarlo de algunas y aun de todas las cláusulas del rescripto reseñadas en las letras e) y f).
  • Téngase por norma conceder estas dispensas solamente después de transcurrido algún tiempo de la pérdida del estado clerical y por escrito.
  • Finalmente, impóngase al solicitante alguna obra de piedad y caridad.

Del problema de la libertad religiosa no resuelto por Vaticano II parecieran quedar consecuencias relevantes para las medidas que toma la autoridad canónica en este documento. Si hubo una dimensión de la libertad cristiana de la que no logró dar cuenta la asamblea conciliar fue justamente de la libertad de los miembros de la iglesia hacia el interior de la misma. La discusión sobre los límites por atribuir a la tolerancia, orquestada por el temor a los brotes de modernismo y a las corrientes ateístas y a la naciente indiferencia religiosa, no permitió decir una palabra contundente acerca de los conflictos internos que tenían ya una larga historia en la comunidad eclesial. 

Los párrafos siguientes no hacen una lectura especializada del rescripto, como la que podría realizar un experto en derecho canónico. Es la de un exclérigo a cuya formación filosófica y teológica han contribuido muchos, lo que ‒a su juicio‒ le permite interpretar un documento eclesial desde el marco de su propia fe y del común sentir. 

Un examen del texto

De acuerdo con los encargados de la causa jurídica, el Papa está concediendo una gracia [*]. Poco feliz parece la expresión que evoca la épica de los circos romanos o de los corredores de la muerte de las prisiones modernas. En aquellos, el pulgar del emperador, vuelto hacia abajo o hacia arriba, decidía sin remisión la muerte o la vida para quien había sido sometido al espectáculo del populacho sediento de sangre; en estos, la llamada telefónica de última hora de un mandatario que escuchan unos pocos testigos seleccionados, a los que todavía hoy incita la exigencia de una justicia vengadora.  

El documento declara que la dispensa se está concediendo para “el sagrado celibato y el estado clerical”.  No es del todo coherente atribuir el calificativo de “sagrado” al celibato y no hacer otro tanto con el estado clerical, que implica la recepción del sacramento del orden ministerial.  En cualquier caso, el celibato corresponde a una respetable norma, de antigua data, aunque no fundacional –heredada de elementos constitutivos de la vida monástica surgida en los primeros siglos cristianos‒, mientras que el sacramento hunde sus raíces en la revelación bíblica y la antiquísima tradición eclesial.  

Según el numeral 4, primera de las determinaciones de la Congregación, el Ordinario –por lo general el obispo diocesano‒ debe cuidar que el matrimonio canónico de quien ha sido dispensado del celibato “se realice prudentemente, sin especial solemnidad exterior”. Quien leyera el documento se asombraría de que el sacramento del matrimonio (hoy rechazado por muchos jóvenes y adultos católicos, y cuestionado por no creyentes o pertenecientes a otras confesiones religiosas, dada la vida incoherente de numerosos cónyuges católicos) no pueda celebrarse con la solemnidad deseable. Se da por descontado que resulta necesario prevenir las extravagancias de algunos expresbíteros en sus respectivos matrimonios… o publicitadas uniones libres, pero no es forzoso concluir que todo exclérigo intente montar un espectáculo al desposarse sacramentalmente.

El numeral 5 es el más complejo por su contenido, que comprende seis literales. Inicia con la exhortación a que el peticionario “se muestre como buen hijo de la Iglesia… participando en la vida del Pueblo de Dios de manera coherente con su nueva situación, dando edificación”. Resuena la voz bíblica de las cartas paulinas que convocan a la coherencia cristiana asumida en los compromisos de su bautismo, pero este nunca llamaría a un cristiano “hijo de la iglesia”, pues su fe en Cristo Señor lo obligaba a reconocerse miembro de su cuerpo, que es la Iglesia, y como hijo de Dios Padre.

Sigue una serie de prohibiciones (que son tanto el “no poder” como el “deber”) para quien ha recibido la dispensa, consecuencia de su “exclusión del sagrado ministerio”. No puede encargarse de la homilía en una celebración litúrgica, “ni ejercer un oficio directivo en el ámbito pastoral ni desempeñarse como administrador parroquial”. Si bien son aceptados los laicos para cualquiera de esas tres funciones, el nuevo laico no está facultado para hacerlo. 

En la misma tónica, los literales c, d y prohíben al nuevo laico desempeñarse en un cargo directivo o docente de teología o “religión”, tanto en los “institutos de grado superior” como en los de “grado inferior”, dependientes o no dependientes de la autoridad eclesiástica. Cualquier observador cristiano consideraría una pérdida para la misión evangelizadora de la Iglesia prescindir de alguien que ha tenido una formación teológica esmerada, misión a la que se comprometió el eventual docente e investigador. Quien mire esta situación probablemente no entenderá por qué la autoridad eclesiástica busca intervenir en los ámbitos de la educación estatal ‒primaria, media y universitaria‒, en contra de la reconocida independencia de los poderes civiles que la Iglesia tanto ha reclamado para sí.

El literal plantea al nuevo laico una situación desconcertante: deberá “apartarse de los lugares en que su anterior situación es conocida”. Esta norma en ocasiones le exigirá ausentarse de países en los que ha ejercido el ministerio y, eventualmente, aun de continentes, pues no todos los presbíteros y diáconos han residido exclusivamente en los márgenes de una sola diócesis o nación. Parece importar poco o nada que el ejercicio del ministerio presbiteral por el nuevo laico haya sido o no adecuado: ¿comporta un juicio de valor afirmar que cuanto interesa a la autoridad eclesiástica es única y exclusivamente el hecho de que un célibe ya no lo es? 

El mismo literal reitera que el nuevo laico “no puede desempeñar en ninguna parte la posibilidad del servicio de lector y acólito ni de la distribución de la comunión eucarística”. En este caso, la situación geográfica deja de ser significativa, pues cubre los cinco continentes. 

Se le niega toda posibilidad de ejercicio de un ministerio laical, para el que suele existir una breve formación del candidato, menos intensa y extensa que la del antiguo clérigo. A la autoridad que emana el documento parece tenerla sin cuidado el potencial beneficio de la comunidad creyente, pues el texto no hace referencia alguna a una eventual y efectiva situación de incoherencia del nuevo laico en su vida cristiana que pusiera en cuestión su testimonio de fe. 

Los numerales 6 y 7 plantean alguna remisión de las sanciones: el Ordinario del lugar de residencia del antiguo clérigo podrá “según su prudente juicio y conciencia” dispensar de lo tocante al lugar de residencia, de la colaboración eventual en un ministerio laical y de la enseñanza de la religión o la asunción de un cargo directivo “en los institutos de grado inferior, dependientes o no de la autoridad eclesiástica”. Esta es la única situación referida al eventual testimonio de la comunidad cristiana de la que hace parte concreta el antiguo clérigo, si bien consultada por la autónoma voluntad del obispo diocesano. Extraña que se abra la puerta a la enseñanza religiosa de los menores de edad, muchos de los cuales resultan siendo más receptores que actores de la misma, pero se cierre al aprendizaje de jóvenes y adultos, que sin dificultad alguna se muestran de ordinario dispuestos a la libre discusión.   

En conclusión, se tiene la impresión de que el nuevo laico es condenado a una especie de condena de la memoria (los antiguos romanos la llamaban damnatio memoriae): se le obliga a afrontar las consecuencias familiares, sociales, laborales y aun políticas de su reciente opción de vida, como si su decisión de pasar al estado laical fuera una deslealtad a la Iglesia antes que a sí mismo. En la práctica se niega al nuevo ingresado en la asamblea de los fieles laicos la posibilidad de colaborar profesionalmente en su crecimiento personal, en el de su comunidad diocesana y del pueblo o nación a los que pertenece, pues la formación religiosa y teológica que tuvo de muy poco le servirá porque no puede ponerla lícitamente al servicio de otros, ni siquiera de su familia de hecho y de la que en el futuro quiera configurar. Resuena en el fondo la poco venturosa “reducción al estado laical” con que el CIC, que gobernó a la Iglesia católica romana de 1918 a 1983, llamó a la dispensa del celibato ministerial.

La última determinación (“impóngase al solicitante alguna obra de piedad y caridad”) precisa que la solicitud del clérigo amerita una penitencia, asunto que la Iglesia legisla de ordinario para quien ha cometido un delito o, al menos, un pecado oculto cuando este es reconocido en el sacramento de la reconciliación. Cabe preguntarse si igual norma existe para el obispo que hace una demanda similar a la del presbítero, o para quienes solicitan la declaración de nulidad de su matrimonio, pues al fin de cuentas el primero y los segundos han dejado atrás un estado de vida avalado por un sacramento.   

Ausencias en el documento 

Lo primero que se echa de menos es la garantía ‒o al menos la promesa‒ de una ayuda espiritual para el nuevo laico. Por añadidura, ¿qué colaboración en ese itinerario hallará el clérigo que en el momento de su separación del ministerio está pasando por una crisis de fe?

Era de esperarse que a la exhortación “a dar edificación y a mostrarse… como buen hijo de la Iglesia” (numeral 5) sucediera alguna referencia a la vocación laical, bellamente ilustrada por el Concilio Vaticano II. Excepción hecha del solicitante que rechaza su compromiso bautismal, abandona la comunidad católica para afiliarse a otra iglesia o declara indiferencia religiosa, el nuevo laico está obligado a hacer realidad su compromiso en la construcción de un mundo de justicia y de paz desde el ejercicio de su profesión y su inserción familiar. Si en algún trance necesita apoyo es precisamente en ese momento.  

Por otro lado, si a dos laicos jóvenes les resultan difíciles los primeros años de vida matrimonial, más lo serán para un hombre que desee casarse y que ha vivido en comunidad de varones célibes. Eventualmente, la dificultad será mayor cuanto más tiempo haya durado esa convivencia. De nuevo, no hay garantía de un apoyo para manejar las contrariedades y aun conflictos que le planteará la vida conyugal. 

En definitiva, el documento no revela ninguna noción de un cuerpo que necesita de todos sus miembros. La Iglesia de santos y pecadores que el obispo Agustín de Hipona tenía en sus entrañas –y bien sabía él de lo uno y de lo otro‒ resulta la gran ausente en el rescripto. 

Finalmente, hay que señalar que las leyes en la Iglesia, como para infortunio de muchos sucede en los demás colectivos humanos, parecen aplicarse según la persona. Son de conocimiento público los casos de exclérigos que ocupan cargos de responsabilidad y aun de docencia teológica o de disciplinas “íntimamente conectadas con la teología” –lo que prohíbe el documento‒ en corporaciones universitarias que dependen de la autoridad eclesiástica, incluidas las pontificias. En número mayor están quienes hacen otro tanto en instituciones de educación superior y en escuelas no dependientes de dicha autoridad; muchos se desempeñan como docentes de religión o ministros de la palabra y de la eucaristía en escuelas parroquiales y en iglesias diocesanas. Y no falta el que ha sido designado para una función pastoral. Cierto es que el texto de la Congregación del Clero permite al obispo de la jurisdicción en que reside el nuevo laico dispensarlo de la limitación tocante a estas últimas funciones (numeral 5, literales e y f); pero tan solo de ellas, nunca de las precedentes (literales bcd de ese numeral). 

La Constitución apostólica con que Juan Pablo II promulgó en 1983 el nuevo Código de Derecho Canónico manifestaba que había que poner de relieve, entre “los elementos que caracterizan la imagen verdadera y propia de la Iglesia”, el que esta había sido presentada doctrinalmente –por el Vaticano II‒ como pueblo de Dios, como comunión, como partícipe de la triple misión de Cristo: sacerdote, profeta y rey. Y acotaba: “Con esta doctrina se conexiona (…) la que se refiere a los deberes y derechos de los fieles, y particularmente de los laicos…”.

Es de esperar que 30 años después de que el CIC ha visto la luz y cuando el último Concilio está a punto de cumplir los 50 de su conclusión tan hermosas palabras se vayan haciendo realidad.   

[*] A propósito de la dispensa del celibato el Código de Derecho Canónico (c. 291) establece “…la pérdida del estado clerical no lleva consigo la dispensa de la obligación del celibato, que únicamente concede el Romano Pontífice”. Quizás esta norma explique el porqué de la “gracia”. Sorprende que en todos los casos el Papa se reserve la dispensa de una norma canónica cuando el sacramento del orden –que según una antigua tradición teológica “imprime carácter”, o sea, marca con un sello indeleble al consagrado por él‒ puede ser dejado en suspenso por una autoridad distinta de la suya durante varios años, aun hasta la muerte del interesado por la sanción.    

Alberto Echeverri G.

Abril, 2021

Texto adaptado por William Mejía de: Echeverri, Alberto (2016). Claridad con las cosas: ¿Un día después? Contribución al debate sobre la “dispensa del celibato clerical”. Perseitas, 4(2), 233-259.

https://www.funlam.edu.co/revistas/index.php/perseitas/article/view/2016/1561

2 Comentarios

Hernando Bernal A. 2 abril, 2021 - 4:19 pm

Alberto: muy interesante y complejo el texto. Mi impresión es que definitivamente el Concilio Vaticano no ha sido asimilado por el segmento clerical de la Iglesia. Un cordial saludo. Hernando

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Juan Gregorio Velez 21 abril, 2021 - 5:44 pm

Gracias Alberto. Yo viví el proceso. En una conversación con uno de mis jefes en Ecopetrol, comenté que “yo había perdido 20 años de mi vida”. A lo que él reviró diciendo. “Eso es falos. Lo que más valoramos en tu aporte a esta empresa es lo que aprendiste en esos 20 años”. El mismo sindicato, me llamaba con cierta picardía “el cura”. Pues bien, leyendo tu texto Alberto pensé en aquel mecánico formado en la mecánica de los Ford Modelo T, al que le llevan a reparar un carro automático de alta gama de las generaciones modernas. Esperamos que algún día la “Autoridad” eclesiástica, además de poder tenga sabiduría para conducir al Pueblo de Dios en la Historia actual y futura.

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