Los evangelistas nos hacen presenciar una escena tejida con dramatismo en la cual se ha sustentado por siglos, la creencia fundamental de la fe cristiana que proclama que Jesucristo resucitó de entre los muertos.
A la pregunta de cuál libro se llevarían a una isla en caso de que los confinaran en ella, no pocos escritores y lectores asiduos responden que se llevarían la Biblia. Unos añaden que es el libro más hermoso, literariamente hablando, y otros, sustentándose en la fe, dicen que es el más sublime.
Uno entiende las respuestas porque los libros significan un mundo, un espacio de realidad intangible en el cual se realiza un encuentro vital, mediante palabras, con quien las escribió. Ya sea que se trate de palabras escritas ayer, -hace unos días-, como sucede con las columnas de prensa, una crónica periodística, o que se trate de la lectura de un libro escrito en tiempos remotos.
Como si fuera un misterio, si es que no lo es, al leer un texto de Platón, escrito cinco siglos antes de nuestra era, uno percibe que está hablando con el autor de uno de los más bellos libros sobre el amor que es El Banquete. Las palabras tienen vidas milenarias, estén talladas en una piedra de Mesopotamia, en forma de jeroglíficos egipcios que gracias a la Piedra de Rosetta podemos descifrar, en un junco de un antiguo río como bellamente lo describió Irene Vallejo, o en incunables “más recientes” de cuando Gutenberg inventó la imprenta, finalizando el siglo XV.
En todo caso, la palabra hace presente lo que asumíamos ya ausente: la guerra de las Galias de Julio César, los viajes de Marco Polo a la China. Los relatos del Nuevo Testamento reviven lo que el cristianismo celebra el domingo de Pascua que es de Resurrección.
Los evangelistas narran que al tercer día de muerto Jesucristo, María Magdalena y otras Marías fueron a la tumba con aromas para embalsamar su cuerpo pero se asustaron cuando vieron que la piedra que cubría la entrada estaba rodada y mucho más cuando un joven sentado adentro les dijo que el Crucificado ya no estaba ahí.
Los evangelistas nos hacen presenciar una escena tejida con dramatismo en la que se ha sustentado por siglos la creencia fundamental de la fe cristiana que proclama que Jesucristo resucitó de entre los muertos. La narración es para el lector, creyente o no, -pieza literaria sólo o relato de fe-, una forma de presenciar con palabras lo que aconteció.
No es poco decir en términos de conectarnos por medio del lenguaje con hechos sorprendentes aunque intangibles, porque no podemos verificarlos, pero que nos hacen sentir que los presenciamos cuando los estamos leyendo. Es el misterio de la lectura. Para el cristiano es el misterio de la resurrección. Tan ininteligible para la razón, tan decisivo para afirmar la fe del que cree.
Jesus Ferro
Abril, 2023
Publicado en El Heraldo, de Barranquilla.
1 comentario
El amor a “primera vista” se consolida progresivamente; un primer acto de intelección se concatena con las comprensiones progresivas. La fe que arranca en la tumba vacía, se consolida con la manifestación del resucitado y se confirma cuando se le reconoce al compartir el pan… hasta nuestros días.