Hace poco, en varias tertulias virtuales de exjesuitas, fuimos testigos de la enorme riqueza y diversidad vivencial de dar testimonio de lo que creemos, sobre lo que para algunos es la espiritualidad. Si fue tan rico y diverso entre 35 personas, abrimos el blog para recibir de usted sus vivencias.
Nací y me crie con la fe del carbonero, una fe ciega que compartían mis padres y mi numerosa familia. Cuando el reloj de pie entonaba en la casa materna, con sus martinetes, el Ave María de Schubert, toda actividad se detenía. Mi abuelo descubría su cabeza y todos nos recogíamos mientras rezaba el Ángelus. Viajar con mis tíos era atenerse, desde que el carro arrancaba, a rezar el rosario de los quince misterios.
El partido conservador era la verdad revelada y pertenecer al partido liberal era vivir en pecado. Empecé a temer desde muy niño al pecado mortal que me llevaría a un infierno eterno de llamas voraces: me lo decían las prédicas en los púlpitos, lo leía en los devocionarios que recibí en mi primera comunión y me lo repetían los inmensos cuadros de las iglesias en donde las llamas sobresalían por su abundancia. La posibilidad de una condenación eterna no era un juego: era una amenaza que se llevaba agarrada del cuello como hierro candente, algo así como la amenaza del coronavirus para los septuagenarios de hoy. No importaba haber tenido una vida virtuosa; bastaba tan solo un descuido, un pecado mortal, y si uno moría iría de paticas al fuego eterno.
En la misma época, la lectura de Vidas Ejemplares y libros de vidas de santos despertó en mí la admiración por las gestas de esos grandes hombres que se sacrificaban y daban su vida por salvar las almas de sus prójimos. Eran Damián entre los leprosos, san Pedro Claver entre los esclavos, la peregrinación de san Ignacio de Loyola vestido de sayal y ¡quién lo creyera!, Tarzán el que salvaba animales y nativos de las envidias y codicias de los europeos que se internaban en la jungla y fue el mismo don Quijote desfacedor de entuertos. Entonces, decidí ser como ellos: sería un redentor de almas y muy pronto entendí que debía ser sacerdote. De niño nunca se me ocurrió ser policía, bombero o médico. Quería ser sacerdote y debía esperar un poco y crecer para entrar al seminario.
A mis once años se cruzó en mi camino un jesuita y le dije que quería ser sacerdote. Vi en ello la mano de Dios, porque mi encuentro fue en una calle cualquiera, con un jesuita que era un ave rara en estos parajes en donde la Compañía de Jesús solo tenía vestigios de un pasado lejano. Ocho días después me despertaba en uno de los dormitorios del segundo piso de la Escuela Apostólica del Mortiño, llamada también Nazaret o Seminario Menor San Pedro Claver. Fue una explosión, una verdadera epifanía, cuando de manera inesperada de la mano de Dios mi vida cogía el rumbo que tanto deseaba.
El resto es historia de todos conocida. Es historia de muchos, con variaciones tonales y armónicas diferentes, pero la misma melodía. Seguí manteniendo durante años esa fe de carbonero que nada cuestionaba, que nada se preguntaba, Cristo era Dios, murió por redimirnos, la Iglesia católica es la iglesia de Cristo y tiene la verdad revelada, el Papa es infalible, en la hostia consagrada está Cristo presente, el infierno existe y con un solo pecado mortal nos podemos condenar, el ser humano es pecador, la pobreza es una virtud.
Podría continuar la lista que todos conocemos. Pero mi fe de carbonero se fue desbaratando y las preguntas sin respuesta comenzaron a surgir, como seguramente nos pasó a todos. Y ese deslumbrante castillo de arena, que había construido sobre la playa con tanto fervor, con tanta dedicación, llegó el momento en que las olas del mar comenzaron a horadarlo poco a poco, en silencio, hasta que sin darme cuenta el castillo dejó de existir.
Desde ese momento hasta mi espiritualidad actual todo ha cambiado para mí. Si trato de recitar el Credo, solo puedo hacerlo en su primer versículo. Creo en Dios, aunque no sé si Padre o no. El resto del Credo para mí no tiene validez. No creo en la divinidad de Cristo, aunque sí creo en Jesús como mensajero de amor entre los hombres. Tampoco creo en la Iglesia, que para mí no es la Iglesia de Cristo, ni creo en la resurrección de la carne y, menos aún, en la comunión de los santos. Lo triste es que no me enorgullezco de esto. No me siento feliz afirmándolo: preferiría decir todo lo contrario, rezar convencido el Credo, en el que creí durante tantos años, pues sobre sus cimientos se desarrollaron mi niñez, mi adolescencia y los inicios de mi vida adulta. Es como si me arrancaran un pedazo importante de mi espíritu. Pero no hay nada que hacer. Esa burbuja en que viví tantos años se reventó, aunque en mi interior quedaron su recuerdo y su aroma.
¿En qué creo entonces, cuál es mi burbuja actual y qué me motiva a obrar en mi vida?
Creo en un Dios creador; para mí es absurdo explicar el universo sin su existencia. Más aún, creo en una teleología de la evolución y no en el desarrollo evolutivo por simple ensayo y error. Ese punto inmediato anterior al Big Bang sin un Dios creador no tiene explicación. Miles de millones de dólares y el trabajo ingente de los mejores científicos no han podido dar una explicación convincente que explique que de la nada, porque sí, brotó en un instante todo el universo. Con qué facilidad se acepta que la materia ni se aumenta ni se disminuye, y con qué pretensión se pretende eliminar la presencia de un ser ultratemporal y eterno que dio origen a lo existente.
Creo que la ley divina, ese ordenamiento que Dios Creador le ha dado a la esencia misma de los seres animados e inanimados, es la misma ley natural. Y de ahí se deriva toda la ley positiva.
De la ley natural nace el derecho que tiene cada ser de poder ser lo que es y la obligación de permitir que los otros seres puedan ser lo que son. Creo que esa es la ley marco que obliga a todos los seres finitos y, sobre todo, a los seres humanos, que son quienes tenemos la opción del libre albedrío.
Esa es mi espiritualidad: vivir respetando el orden de las cosas y permitir y ayudar para que los otros seres humanos de mi entorno puedan también vivir de acuerdo con la esencia misma de su naturaleza humana. Eso se refleja y se ha reflejado en mi vida diaria, he tratado de vivirlo dentro de mi familia, dentro de mi entorno social y de trabajo, y en mi cátedra de la universidad. Y con humildad lo digo: considero que he sido fecundo, no tanto como yo quisiera, pero creo que en mi entorno inmediato se ha logrado vivir de acuerdo con el criterio de realización propia y respeto y realización del prójimo.
De la muerte solo puedo decir que allí culmina el ciclo como el de cualquier especie en la línea evolutiva de la que formamos parte. De la tierra nacimos y a la tierra volvemos. Quisiera equivocarme para no perder con la muerte tanto afecto y tanto cariño con que nos rodea la vida.