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Loyola y sus devotas
Diecinueve años militando en la Legión de Loyola -que “sin tregua bátese y alza sus lábaros en la batalla campal”- me dieron la oportunidad de hablar varias veces con su gran jefe. En él admiré sus intensas experiencias místicas, sus dotes para “discernir los espíritus”, su fuerza de voluntad para hacer lo que creía que debía hacer, su capacidad para unir acción y contemplación, su empeño en dar lo mejor de sí mismo -ese “magis” ignaciano que se encuentra en el lema de su Compañía: Ad maiorem Dei gloriam-.
Pero…
“ –Todo ‘pero’ es de naturaleza maliciosa”, me interrumpió Ignacio. “¿Hacia dónde diriges tu tiro?”, prosiguió el santo, a quien ni en Ultratumba se le ha quitado la cojera que a los 29 años le dejó otro tiro -esta vez de bombarda- que le destrozó la pierna derecha en la batalla de Pamplona contra los franceses.
– Pero… me pusieron problema tus directivas sobre la “obediencia ciega” pidiendo que me pusiera en manos de mis superiores “perinde ac cadaver” (como un cadáver) o “como bastón de hombre viejo” pues, como escribes en tu “Carta sobre la obediencia” (1553): “En otras religiones [congregaciones religiosas] podemos sufrir que nos hagan ventaja en ayunos y vigilias y otras asperezas (…) pero en la puridad y perfección de la obediencia, con la resignación verdadera de nuestras voluntades y abnegación de nuestros juicios, mucho deseo que se señalen los que en esta Compañía sirven a Dios Nuestro Señor (…) presuponiendo y creyendo -en un modo semejante al que se suele tener en cosas de fe- que todo lo que el Superior ordena es ordenanza de Dios Nuestro Señor, y su santísima voluntad, a ciegas, sin inquisición ninguna, proceder, con el ímpetu y prontitud de la voluntad deseosa de obedecer, a la ejecución de lo que es mandado.”
– Tal vez me dejé llevar por mi experiencia de la obediencia militar, requisito para mantener la unidad de mando y ser eficaces. No olvides que estamos en una guerra contra Satanás y sus legiones, como dejé claro en la “Meditación de dos banderas”, momento central de mis Ejercicios espirituales, en los que el ejercitante está llamado a decidir si va a militar bajo la bandera de Cristo o bajo la bandera del Demonio pues “es milicia la vida del hombre sobre la tierra”, como dice el santo libro de Job.
– Bien presente tengo tu insistencia en el amor eficaz para no quedarnos en mera palabrería. Pero no logro quitarme de la cabeza que en ese punto de la obediencia ciega se te fue la mano. No te bastó la “Carta sobre la obediencia”, sino que también redactaste dieciocho “Reglas para sentir con la Iglesia” que, como dice la primera: “depuesto todo juicio, debemos tener ánimo preparado y pronto para obedecer en todo a la verdadera esposa de Cristo nuestro Señor, que es nuestra santa madre Iglesia jerárquica.” Además del “deponer todo juicio” no comparto eso de identificar a la Iglesia con la Iglesia jerárquica.
– Bueno, soy hijo de un mundo medieval y católico muy jerarquizado, y al que anda entre la miel algo se le pega. ¿Acaso los hijos no se parecen más a su tiempo que a sus padres? Por otra parte, sentí la necesidad de defender a la Iglesia jerárquica de los embates del cisma protestante.
– Te comprendo, pero a quienes ya estamos en la Modernidad -o en la Postmodernidad- nos queda bastante cuesta arriba aceptar que “debemos siempre tener este principio para acertar en todo: lo que veo blanco, creer que es negro si la Iglesia jerárquica así lo determina”, como también lo determina tu decimotercera regla “para sentir con la Iglesia”. Pero… no es de esto sobre lo que quiero hablar hoy contigo.
– ¿De qué, entonces?
– De tu relación con las mujeres, sobre la cual había un silencio pudibundo en la Orden, al menos esa fue mi experiencia.
– Seguro que todo se limitaba a la evocación críptica de que antes de mi conversión había sido “un soldado desgarrado y vano”, tal como escribí en mi autobiografía.
– Has adivinado. También nos ponían muy en guardia contra los “pecados de la carne” y nos explicaban que, para evitar problemas, no habías querido que hubiera una orden jesuita femenina.
– La cosa es más complicada.
– Antes de explicármela te cuento que, tanto a mí como a mis cofrades, nos hacía sonreír la duodécima de tus “Reglas para el discernimiento de espíritu”. Dicho sea de paso, te encantaba escribir reglas.
– ¿Cuál es esa duodécima regla? Refréscame la memoria, pues después de tanto tiempo ya me están haciendo efecto las aguas del Leteo.
– Te la repito, adaptándola a un castellano comprensible para mis contemporáneos: “El enemigo [es decir, el demonio] se comporta como una mujer que riñe con un hombre. Así pues, si el varón comienza a huir perdiendo ánimo, la ira, venganza y ferocidad de la mujer es muy crecida y sin mesura. Pero si el hombre se mantiene firme y se encara con ella, la mujer rápidamente se echa atrás y se enflaquece su ánimo. De la misma manera, es propio del maligno debilitarse y perder ánimo, dando huida sus tentaciones, cuando la persona que se ejercita en las cosas espirituales pone mucho rostro contra las tentaciones del enemigo, haciendo el oppositum per diametrum [actuando de manera diametralmente opuesta]. Por el contrario, si la persona que se ejercita comienza a tener temor y perder ánimo en sufrir las tentaciones, no hay bestia tan fiera sobre la haz de la tierra como el enemigo de natura humana, en prosecución de su dañada intención con tan crecida malicia.”
– Oye, ¿por qué miras tan inquieto a derecha e izquierda?
– Miro si por casualidad hay por aquí unas feministas.
– ¿Cuál sería el problema?
– Que te estropeen la pierna buena por comparar el comportamiento de la mujer con el del “enemigo de natura humana”. Ahora te dirían que se trata de un pensamiento machista, producto de una sociedad patriarcal.
– Bueno, yo simplemente estaba recurriendo a mi experiencia.
– ¿Fue acaso tan amplia como la de San Agustín, que le pidió a Dios que lo hiciera santo, pero no demasiado pronto?
– Por ahí va la cosa. La vida en la corte y los cuarteles me presentó oportunidades que hubiera envidiado el joven Agustín. Estuve metido en todas las vanidades del mundo: era buen vividor, amigo de galas, me gustaba jugar a los naipes, cuidar mi ondulada cabellera rubia, esgrimir la lanza y galantear.
– Me imagino a dónde te llevó el galanteo.
– Puedes imaginarlo porque no te lo contaré. Desde que opté por el “divino servicio” no me gusta entrar en detalles sobre mi turbulenta juventud. Ese pasado más vale no meneallo.
– Pasado que, por otra parte, tus hagiógrafos jesuitas convenientemente edulcoraron.
– Me encantaría seguir conversando pero debo irme.
– ¿Me estás sacando el cuerpo?
– En manera alguna. Sucede que tus amigazos Mario Calderón y Jürgen Horlbeck me han invitado a una tertulia con mis devotas “iñiguistas”.
– ¿Podríamos vernos de nuevo para seguir charlando sobre tu relación con las mujeres?
– Por supuesto. Ven mañana al parque “Segundo sexo en Ultratumba” y nos encontramos allí junto al busto de Simone de Beauvoir. ¡Seré patriarcal, pero no misógino!
Moviendo con parsimonia su bastón de hombre viejo, Ignacio se enrumbó, cojeando, por los Campos Elíseos. A lo lejos, Mario y Jürgen le hicieron señas agitando sus brazos. Al verlos, mi Corazón palpitante se agitó y la emoción subió a los ojos.
Rodolfo Ramon de Roux
Marzo, 2023