Colombia y Venezuela son dos hermanos separados al nacer que comparten una frontera larga, compleja, porosa y aun en espera de delimitación. Dos países que compiten y se enfrentan constantemente por el reconocimiento y el amor… del otro.
Según Louis Perú de Lacroix, Simón Bolívar, el padre desilusionado de ambos hermanos, solía decir que “Colombia era una universidad y Venezuela un cuartel…”. Durante el siglo XIX y principios del XX, Colombia fue el hermano platudo (quina, tabaco, café) hasta que las reservas petroleras (las mayores del mundo) dispararon los ingresos de Venezuela.
En el plano político, y reafirmando la frase del Libertador, a lo largo de su historia Colombia ha tenido una gran mayoría de gobiernos civiles mientras en Venezuela, salvo 40 años entre el dictador general Marco Pérez Jiménez y la llegada del coronel Hugo Chávez, han gobernado los caudillos militares. Sin embargo, la violencia política en nuestro país (guerras civiles del siglo XIX y conflicto armado de la segunda parte del siglo XX y principios del XXI) ha sido un libro largo y doloroso para nosotros, mientras para Venezuela solo capítulos de una novela más amplia y reciente.
Esta semana terminé de leer Los restos de la revolución. Crónicas desde las entrañas de una Venezuela herida de la periodista Catalina Lobo-Guerrero. Una investigación profunda, bien documentada y escrita que describe a fondo la revolución bolivariana, especialmente a partir de la muerte de Chávez el 5 de marzo de 2013 hasta la victoria de la oposición en las elecciones de locales y parlamentarias de 2015.
El libro, que entrelaza el periodo señalado con eventos importantes en la historia reciente del país, como “El caracazo” de 1989, el golpe de estado de Chávez en 1992, la caída definitiva de los partidos tradicionales y el cuestionamiento generalizado de la institucionalidad y la Constitución en 1998 y el golpe contra Chávez de 2002, es una lectura necesaria para entender no solo la situación política del vecino; también es una alerta sobre la fragilidad y vulnerabilidad de la democracia y sus instituciones.
Yo he sido de los que, por desconocimiento quizás o hasta por orgullo, han advertido que las situaciones de Venezuela y Colombia no son comparables. La historia democrática, las instituciones, los mandatarios, la estabilidad económica etc., no permiten que hagamos analogías fácilmente. Me molesta, por simplista y manoseado, el cuento de la amenaza castrochavista. La lectura de este libro de Lobo-Guerrero, no obstante, me obligó a ir más allá de los asuntos aparentemente más obvios para intentar entender cómo las sociedades rompen los diques mínimos de la democracia y se embarcan en aventuras autoritarias.
Cuando Hugo Chávez se entregó después del golpe de estado fallido en 1992 dijo en vivo ante los medios nacionales que “lamentablemente, por ahora, los objetivos no fueron logrados”. Chávez sabía que cerca del 66 % de la población apoyaba un cambio profundo y que bastaría esperar y ajustar los medios para llegar a realizarlo. Los partidos políticos estaban en una gran crisis, las instituciones y la Constitución generaban desconfianza, la corrupción era rampante y la economía padecía la caída del precio del petróleo y adolecía de una estructura de privilegios y subsidios insostenible. En 1998, por la vía democrática, arrancó la revolución bolivariana y el desmonte de la democracia en Venezuela.
En la última encuesta de la firma Invamer-Gallup se confirmó y agudizó un patrón preocupante en el que venimos hace ya muchos años. Los niveles de desconfianza y desaprobación de nuestras instituciones llegan a históricos alarmantes. Instituciones como la Procuraduría y la Contraloría están por encima de 65 % de desaprobación, la Fiscalía en 71 % (los entes de control todos entregados a amigos del gobierno), el Presidente en 76 % y el Congreso de la República y los partidos políticos por encima de 85 %. ¡Estos últimos están un porcentaje de desaprobación en el margen de error con el ELN!
La respuesta del gobierno nacional a las multitudinarias movilizaciones ha sido soberbia, distante y, en no pocos casos, violenta y autoritaria. La CIDH, tal como lo ha hecho múltiples veces con la Venezuela bolivariana, dejó esto claro.
Al autoritarismo (a la desaparición del Estado social de derecho) no se llega solo por el extremo izquierdo. Ahí está, en el fondo, la lección más importante de la caída de las democracias. Cuando las instituciones democráticas llegan a su punto de quiebre las sociedades quedan en bandeja de plata para cualquier aventura. Desprovistas de una malla de protección democrática, las mayorías arrasan por igual con el régimen económico, los derechos fundamentales y las elecciones periódicas.
Aquellos que impulsan y aplauden la represión de las movilizaciones están, precisamente, abriendo la puerta para que la reacción electoral le apueste a proyectos populistas en contra, entre otros, de la libertad de empresa. A Venezuela también se llega por las aulas de la universidad.
Santiago Londoño
Octubre, 2021
2 Comentarios
Toda la razón, Santiago. Una buena alerta temprana.
Como Venezolano, testigo inicialmente de la pesadilla chavista y luego una de sus millones de víctimas, no podría estar más de acuerdo con el excelente análisis de Santiago.
Creo que en Colombia se está en una situación comparable a la de la Venezuela de hacia 1998. Cito del artículo de Santiago, y creo que puede referirse a lo que sucedía allá en ese entonces, y lo que está sucediendo en Colombia en este momento: “el 66 % de la población apoyaba un cambio profundo…los partidos políticos estaban en una gran crisis… las instituciones generan desconfianza…la corrupción es rampante::: hay una estructura de privilegios insostenible.
Sin embargo, quien crea en este momento que la solución a los males de Colombia es elegir el año entrante a alguien, que como Chávez, ofrecía acabar con esta situación cambiando la constitución y perpetuándose en el poder, bueno… basta preguntar su oponión a las vendedoras de tinto en las calles y a los limpiadores de parabrisas en los semáforos…