En el cumpleaños número 70 me regalé una caminada por encima de árboles frondosos en el Amazonas. El primer reto era trepar, colgado de manilas y sentado en un arnés, hasta una altura de unos 27 metros, para luego, en medio de la brisa y la frescura de hojas, ramas, troncos y vacíos, empezar un recorrido por puentes tibetanos, mallas de lazos gruesos y puentes de madera. Una caminada tan espectacular como muchas que he realizado por doquier en casi 50 países que he visitado y por muchos rincones de Colombia.

He trasegado por los desiertos de la Tatacoa y del Sahara; por parte del Camino de Santiago; alrededor del Mavecure, en el Guainía; en un monte sagrado en Osaka; en las inmensas llanuras de Australia; por las dunas de la Guajira y en vez de seguir mencionando más lugares fantásticos puedo decir que me fascina la naturaleza, no para contemplarla sino para sudarla.
Recuerdo que, en 1954, cuando tenía 10 años, mis papás me matricularon en Manizales en el recién inaugurado colegio san Luis Gonzaga de los jesuitas y sin que mis papás ni yo lo hubiéramos planeado comencé un viaje fascinante de profunda espiritualidad sobrenatural. Era entonces un niño juicioso, cooperador y, según la métrica jesuítica, bien plantado e inteligente, por lo cual encajaba, como anillo al dedo, dentro del perfil que ellos buscaban. Del colegio pasé al seminario menor en el municipio de Zipaquirá y luego al noviciado en La Ceja, Antioquia. Cada vez estaba más convencido de que podría salvar al mundo del pecado y trabajar asiduamente para que todos nos fuéramos para el cielo. En una mirada retrospectiva fue una vida plena, de grandes ilusiones, de increíbles amistades y de grandiosos sueños.
A decir verdad, mientras estuve en la compañía de Jesús, la imagen del corazón de Jesús, del buen pastor o de Cristo rey no eran íconos de mi preferencia, pero sí la del Cristo redentor, el redentor de los pobres. Ese relato de la revolución y de la justicia social presidida por los sacerdotes obreros, Camilo Torres y el movimiento de Golconda, me mantuvo energizado por muchos años con los jesuitas. Luego, ese ardor se fue desvaneciendo y empecé a transitar por otros senderos. Había vivido mi juventud con plenitud y a los veintisiete años, después de haber estado 17 años con los jesuitas, decidí retirarme, sin traumatismos, pero eso sí, con un profundo sentido de agradecimiento por haber disfrutado un trayecto de mi vida con gusto, con pasión, con fruición.
Después, una de mis andanzas más asombrosas tuvo lugar en Marruecos cuando acampamos en medio del Sahara, después de que el camellero marroquí que se expresaba con fluidez en seis idiomas preparara en el tajín una cena de pollo y vegetales; mientras esperábamos, tomábamos té y comíamos dátiles. De noche, saliendo de la jaima para deambular por la arena, nos sorprendió el brillo de un firmamento atiborrado de estrellas en toda su circunferencia, con una infinidad asombrosa de tamaños, brillos y formas, como nunca lo había sospechado.

En medio de esa majestuosidad y de todo el esplendor una franja ancha, un trazo potente, partía el universo en dos. Era la Vía Láctea nítida, claramente delineada, con más de 300.000 millones de estrellas. Sí, más de 300.000 millones de estrellas. ¡Qué majestuosidad! ¡Qué imponencia! Y, al mismo tiempo, ¡qué pequeñez la mía! Esta fue mi reflexión, ya alejada de toda visión sobrenatural: si alguien creó el universo, y si todavía existe, a ese ser no le preocuparía que una persona de un planeta imperceptible como la Tierra no le adorara, o blasfemara, ni la condenaría el “día del juicio final” al castigo eterno porque hubiera tenido una relación sexual “prohibida”.
Ya le daba sentido a la vida sin una mirada sobrenatural. Cuando por las mañanas de travesía veo una flor, pienso que cuando desaparezca lo que dejaré de apreciar es su encanto, forma, fragancia, color, sabor o su poder de atracción, porque su ser seguirá en la materia. Y mientras mis pasos siguen acompasados por un atajo, considero que mi futuro está unido al de la flor.
Hoy, como ayer, tengo muchos interrogantes sobre el bien y el mal, la injusticia en el mundo, el dolor, la pregunta por el comienzo del universo y otros tantos planteamientos ¨fundamentales¨ sin solución, que nunca me impidieron que cuando niño fuera juicioso y colaborador, ni que durante mi vida haya sido necesario resolver dichas incógnitas para ser un ciudadano feliz, que busca ser servicial, casi siempre…

Manizales, septiembre 2020
2 Comentarios
Agradable y envidiable.
¿A que hora has podido trabajar?
Lo unico para añadir seria que «lo cortes no quita lo valiente»
Qué hermosa trayectoria, espiritual, humana y geográfica. Gracias por transmitirla. Saludos