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Marta Elena Villegas

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En el ambiente electoral en que nos encontramos se me ha hecho más evidente la obsesión que tenemos los colombianos por la especie de animales denominada Gallus gallus, a la que pertenecen los gallos y las gallinas domésticas. Esta especie incluye a los gallos finos o de pelea, cuyo comportamiento está marcado por la agresividad y la territorialidad, donde todo aquel que transgrede su territorio se considera rival. 

Del comportamiento de los gallos de pelea, sus dueños le sacan provecho y fomentan combates que no son solo fuente de entretenimiento, sino también de ganancias a partir de las apuestas que se hacen por el ganador (Wikipedia). Hasta aquí mi investigación sobre gallos… Pero, como decía al comienzo, en el lenguaje cotidiano y de los medios nacionales, el tema de los “gallos” y sus características es un asunto recurrente para valorar la “capacidad o potencial” del otro. 

En fin, esta digresión me surge a partir del título de una columna de opinión reciente en que se refería a los candidatos presidenciales de Colombia en términos del “gallo” que se necesitaba. Esto incitó mi imaginación y me recordó la guerra de Ucrania ‒que por lo demás no me la puedo sacar de la cabeza‒ y pensé acerca de cuáles eran los escenarios antes y después de la guerra en cuanto a “gallos” se refiere. Y es que entre los “gallos” que había en el primer escenario podría mencionar a personajes como Biden, Merkel o Scholz, Macron. Johnson y Putin. Ahora, transcurridos más de dos meses de iniciada la invasión rusa a Ucrania, he visto con sorpresa el surgimiento de Zelensky, un “gallo” no previsto en las apuestas iniciales y que es el que está enfrentando con todo vigor al “gallo” Putin. Algo, como dije, contra todas las apuestas, pues el selecto grupo de “gallos finos” ya se las había ganado todas antes de que comenzara la guerra. En fin, ahí queda la analogía y podría pensar que, para nuestro caso, esto es “cosas de gallos”.

Pero como “el mundo de los gallos” no es mi especialidad, me voy al mundo al que pertenezco y por lo que sé, en el terreno de lo humano ninguna persona “sola” puede combatir o adelantar un cambio significativo en términos de colectividad o sociedad. En lo humano no basta, como en el mundo de los “gallos”, tener espuela o ser muy combativo para ganar. Aquí, en el mundo de los humanos, si queremos cambios reales necesitamos que “muchos”, si no “todos”, anhelemos ese cambio y actuemos en consecuencia. Por eso mismo me resisto a tratar a “mi candidato” como un “gallo”, pues pienso que él no está solo, él “no debe estar solo”, él no debe “sentirse solo”, él solo representa la idea de lo que queremos: “un país mejor”, un país sin corrupción, un país donde reinen el respeto y la justicia, un país que cuida sus niños, sus ancianos, sus animales y sus recursos naturales, un país que quiere educarse, quiere trabajar y quiere aportarle al mundo su capacidad de acogida e innovación. 

Para hacer esto posible no basta un “gallo” que prometa o luche por conseguirlo. Es más, que con su vida respalde esa visión. No, ¡eso no es suficiente! Se necesita, además, la ayuda de todos (del gallinero, para no abandonar el símil): que cada uno desde su ámbito privado empiece por no saltarse la fila, por no mover palancas o hacer pagos indebidos para tener preferencia, que cuide los recursos que se le dan en las escuelas y lugares de trabajo, que limpie y cuide los parques y espacios públicos, que se haga responsable de sus mascotas, que pague en forma justa el trabajo de sus colaboradores y de aquellos que le sirven, que se solidarice con los más vulnerables, que cancele sus impuestos a tiempo, que se preocupe y participe en temas de su ciudad y del país. En fin, la lista es larga, pero los valores colectivos que hay detrás de todo ello son pocos: respeto, justicia, honestidad, responsabilidad y cuidado. Dicho de otra manera: ese tipo de personas son los que necesita, no solo el candidato o el gobernante, sino el país. 

Porque, de lo que sí estoy segura, es de que el país que todos queremos tiene que comenzar con que todos empecemos en nuestro ámbito personal y privado a ser las personas que habitarán en ese país soñado.

Así, la pregunta se nos devuelve: ¿seré la clase de gallo que necesita el país?

Marta Elena Villegas L.

Mayo 2022

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Desde la irrupción de internet y el acceso a las redes sociales se nos ha venido promulgando que es “el tiempo de la gente” o, lo que es lo mismo, “el tiempo en que la gente puede manifestar su poder”. Sí, el tiempo en que todos podemos expresar nuestros deseos, hacer públicos nuestros sentires y, más importante aún, participar de una manera más activa en las decisiones de nuestros destinos colectivos, sean del ámbito local, regional, nacional o global. 

En cierto sentido, el “poder de la gente” ha tenido muchas interpretaciones y usos. Y desafortunadamente muchas veces ese mismo poder se ha vuelto en contra de los ciudadanos al ser manipulado y orientado por fines egoístas y sentimientos de odio y exclusión. Hoy en particular quiero referirme a aquella faceta positiva del poder, al poder que concede espacios de participación, reflexión y acción ciudadana sobre el destino común que compartimos y queremos y que en últimas nos hace mejores seres humanos y miembros de una colectividad.

De alguna manera esta faceta del poder de la gente se ha evidenciado en los acontecimientos mundiales del último mes. Concretamente, ante la guerra en Ucrania, hemos visto las manifestaciones de la población civil defendiendo su territorio a pesar de no contar con los recursos mínimos que le darían carácter de “contendientes” tradicionales u oficiales en un conflicto armado y cómo, con su “poder”, han logrado refrenar de manera inesperada y prolongada a un adversario cuya superioridad numérica, estratégica y militar sería inconcebible enfrentar. Este poder de la gente, tanto el coraje y patriotismo de los ucranianos, como la solidaridad en múltiples manifestaciones de los no nacionales, son actos que creo que nos han puesto a muchos de rodillas y a confiar de nuevo en la humanidad. 

Frente a esta reciente evidencia de lo que denomino el “poder de la gente”, me pregunto ante la situación política y electoral que vivimos en nuestro país: ¿será posible que en Colombia salga lo mejor de nosotros y no solo elijamos bien, sino también pongamos nuestro grano de arena para hacer de nuestro país un lugar donde todos puedan ejercer su dignidad, desarrollar sus talentos y convivir en paz? Ante la zozobra mundial de si Putin y los demás líderes proceden como actores racionales o no, en el plano nacional pareciera que nuestra tranquilidad y decisiones dependieran de las alianzas que hagan los políticos o de quien en últimas se “apropiará” de los votos. 

Me pregunto, entonces: ¿será posible que nosotros como ciudadanos podamos anticipar en algo las grandes decisiones que en últimas influirán en forma importante ‒por lo pronto en los próximos cuatro años‒ en nuestro destino como nación? Personalmente, me resisto a esperar un suceso como tal, pues pienso que mi voto no es propiedad de nadie, ni de un partido o candidato, y solo obedece a mi conciencia. Sin embargo, también soy consciente de que para que un proceso colectivo sea eficaz, es decir, lleve a buenos resultados, se requiere que las conciencias confluyan en una misma dirección y así pueda emerger el verdadero “poder de la gente”. 

¿Cuáles podrían ser los criterios que lleven a esa confluencia? Propongo dos criterios: el bien común y el sentido común.

Comienzo por el bien común. Y es que, en una sociedad como la nuestra, dominada por la doctrina “del bien particular”, pareciera que hablar del bien común fuera una cosa extraña. Sin embargo, pensaría que en Colombia sí tenemos implícitamente muchas claridades sobre qué entendemos o soñamos como bien común. Sin ser exhaustiva, lo que encuentro de común en mis conciudadanos es que a todos nos enorgullece vivir en un país favorecido por importantes recursos naturales y gran biodiversidad, un país donde el talento y la creatividad están a flor de piel, donde la acogida y la solidaridad se hacen siempre presentes cuando se necesitan, donde no hay pereza para trabajar, superar los obstáculos y progresar y, por último, un país donde todos podemos hacer gala de nuestra autonomía al expresar nuestras ideas y construir nuestras propias vidas, es decir, no nos gusta que otros decidan qué necesitamos y, menos aún, cómo solucionamos esas necesidades. 

Arriesgándome, por lo tanto, a “tipificar” cuál podría ser el bien que todos queremos, el bien común para todos colombianos, incluiría principios relacionados con: 

1) la protección del medio ambiente; 

2) la autonomía para crear, emprender y expresarse;

3) la capacidad y oportunidad de trabajar y construir el propio destino, y 

4) el fomento de la solidaridad, el cuidado y la cooperación para tener una cultura de confianza mutua. 

Pienso que todos como colombianos ‒independientemente de diferencias de clases, razas, etnias o niveles de educación‒ coincidimos en estos principios comunes y que nuestro bien o bienestar aumentaría exponencialmente si lográramos priorizarlos y acordarlos en forma colectiva. 

El otro criterio que propongo para nuestro discernimiento colectivo es el del sentido común ‒más conocido como el menos común de los sentidos‒. Aquí también sucede igual que con el bien común, que a primera vista podría pensarse que en nuestra sociedad no existe el sentido del bien común y, muy por el contrario, como lo indiqué antes, el sello del bien común hace parte de la esencia de “ser colombiano”.  

¿Por qué digo que el sentido común también está presente entre nosotros? Porque una de las lecturas que podría hacerse a los resultados de la pasada consulta es que sí hay sentido común entre los ciudadanos. Y que ‒me atrevo a decir‒ no hemos perdido todavía la cordura. 

Los resultados mostraron que las personas, cuando se toman el tiempo para pensar y considerar sus principios ‒los que rigen el bien común y el particular‒ y no se atienen a las cábalas electoreras ni a las apuestas y especulaciones de los “expertos”, optan por escoger “personas con las que se identifican”, personas como ellas, candidatos que muestran con su vida una “naturaleza buena”, son bien intencionadas, muestran amor por su país, favorecen el bien común, el interés por seguir progresando, por corregir y mejorar situaciones de inequidad e injusticia, por favorecer el respeto y las libertades, y no se mueven por el odio ni por retrovisores que magnifican lo malo y no reconocen los aciertos. 

Todos sabemos que es parte del sentido común reconocer que tenemos aciertos y desaciertos, triunfos y derrotas, y que si magnificáramos las derrotas y los desaciertos eso nos conduciría a la parálisis y al sinsentido. Por ello, el sentido común nos lleva a ponderar ambos: aciertos y desaciertos y así seguir construyendo sobre lo aprendido y avanzado, sin pretender ser “superhéroes” o “mesías”. Sabemos que ni somos ángeles ni tampoco los más expertos, pero que haciendo equipo con otros todo se puede lograr. Y esto también lo extendemos a aquellos a quienes nos podrían gobernar o representar: sentido común en acción. 

El sentido común también aparece cuando se rechazan o repelen expresiones y actos engañosos, manipuladores y extorsionadores. Frente a ellos, nuestro sentido común se siente indignado e incómodo y nos recuerda claramente que cuando pensamos en sociedad, en colectivo, en generar confianza, el juego en el que uno gana y el otro pierde no lleva a ningún camino. Ejemplos de otros países e injusticias y restricciones que sufren sus habitantes son evidencia pura para aceptar lo que el sentido común nos dice acerca de cómo podríamos elegir.

Sé que habrá muchos aspectos que quedan por mencionar. Solo quiero abrir una discusión sobre cómo los colombianos podríamos ejercer nuestro “poder” en las elecciones presidenciales que se avecinan, reflexionando y actuando con esos dos criterios: el bien común y el sentido común.

Pienso que nuestro poder podría incluso sorprender a los políticos y a nosotros mismos, mostrando que no queremos alargar nuestros temores y zozobras y que al tener claro qué queremos para nosotros y nuestro país, solo queda el “manos a la obra”. 

¡Las cartas están sobre la mesa y en esta primera vuelta podemos evidenciar nuestro poder como ciudadanos de una vez por todas!

Marta Elena Villegas L.

Abril, 2022

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Como siempre, los Amigos de Toda la Vida nos hacen invitaciones muy provocadoras, entre las cuales la última ha sido la de compartir nuestra reflexión sobre cómo percibimos el escenario político de nuestro país y cómo sería nuestra votación en los próximos comicios.

Luego de conocer los planteamientos de los candidatos, escuchar los debates entre ellos y en sus diferentes coaliciones, además de las reflexiones expuestas por los participantes en la tertulia de Amigos del pasado 3 de febrero ‒la cual estuvo bastante enriquecedora‒, y atendiendo la invitación particular de Carlos Posada a las “mujeres del grupo”, quiero compartirles algunas de las ideas que tengo hasta ahora.

Y digo, “hasta ahora”, porque soy consciente de que todavía hay un proceso de depuración de los candidatos entre los que se disputará la presidencia, proceso en el cual posiblemente tendré que hacer varias “conversiones” y cambios de decisión, dado el enriquecimiento y apertura de ideas que se den entre los mismos participantes y que obedezcan genuinamente al bien común y a un camino de seguir avanzando en nuestro país.

Por lo pronto, hasta ahora me he sentido en un favorable ambiente de democracia y me ha llenado de esperanza que “mentes privilegiadas” y personas que podrían tener amplias oportunidades en el sector privado quieran apostarle al servicio público y contribuir al progreso del país y sus ciudadanos. Sus ideas han enriquecido no solo el debate, sino que también han puesto sobre la palestra pública alternativas variadas de solución a problemas atávicos de nuestra sociedad. Además, las perspectivas que trascienden lo local y avanzan a lo regional y global están siendo una contribución pedagógica importante para todos como ciudadanos.

En ese sentido, las aparentes divisiones o contradicciones que se han dado en los diferentes debates las he interpretado como un trabajo honesto en el que el disenso y la diversidad de ideas contribuye a ampliar nuestros horizontes y a superar un pensamiento único y con miras partidistas o de tendencias, que tanto mal nos ha hecho como país. 

Como bien lo expusieron algunos de los amigos, basar una decisión de voto solo en planes de gobierno, aunque es una variable importante, no es suficiente. Además, en todos ellos se presenta gran similitud del diagnóstico en los puntos más álgidos y muchas de las soluciones presentadas ‒aunque “matizadas” por los enfoques más colectivistas o estatistas vs. los que favorecen al sector privado en la administración de las instituciones‒, apuntan en la misma dirección, como son luchar contra la corrupción, avanzar en temas de equidad, gravar la riqueza, aprovechar mejor las tierras improductivas, cumplir los compromisos del Acuerdo de Paz y, obviamente, aumentar el empleo y favorecer los sectores de educación y salud. Quizás las alertas hacia el manejo del narcotráfico y la minería ilegal tienen un énfasis novedoso en la propuesta de Juan Manuel Galán, tema nada despreciable. En fin, al mirar “asépticamente” (sin poner el nombre del proponente) los diversos “Planes de gobierno” como los presentó interesantemente Silvio Zuluaga, vemos que “todos” están racionalmente bien planteados, con algunos matices, y que, desde ese punto de vista, cualquier candidato aparentemente podría favorecerle al país. 

Pero también el mismo Silvio anotaba el desconocimiento en el “ámbito local” de los planes de gobierno por parte de los integrantes de la administración pública, y ni qué decir de los gobernados. ¿Total? ¿Serán los planes un “saludo a la bandera”? Creo que no, que son una variable importante en democracias avanzadas para determinar responsabilidades de los gobernantes a la hora de elegirlos como de exigirles y evaluarles su gestión. Todo esto a pesar de encontrar declaraciones como las de Rodolfo Hernández ‒que aparecieron en una entrevista en la revista Semana de fines del año anterior‒, en que recordaba que en su campaña para la alcaldía en Bucaramanga él había prometido construir un número significativo de viviendas, pero que cuando ganó y llegó a la alcaldía se dio cuenta de que con el presupuesto que tenía no podía cumplir esa promesa y que su éxito más bien había obedecido a su lucha contra la corrupción. Este punto me reafirma en que “el papel lo puede todo” y que una cosa es “pensar con el deseo” y otra es el mundo de las posibilidades más reales y objetivas, no solo desde el punto de vista de los recursos disponibles, sino también de los acuerdos e interrelaciones que se tienen en el campo nacional e internacional.

Dado lo anterior, un componente importante en mi decisión de voto es considerar la “persona” –y obviamente su equipo, porque esto no se trata de un “mesianismo”–, que hay detrás de “tan bien intencionados planes de gobierno”. Es considerar la trayectoria de la persona que los aglutina o representa, su liderazgo y vocación por servir al país, de buscar el bien común y obviamente por su capacidad de sacrificio, entrega y perseverancia a una causa que está por encima de intereses particulares. También los valores que representa y si su actuar no obedece a odios, venganzas, revanchismos o discriminaciones de cualquier tipo, y tener datos sobre sus ejecutorias y la forma como ha gobernado. Si es una persona que “une”, que cree en la “cooperación” y en la “inclusión real” de todos…, no solo de las minorías, sino de todos, ricos, pobres, decentes e indecentes, buenos y malos, inteligentes y menos inteligentes, víctimas y victimarios… porque “todo eso” somos los colombianos. Creería que me inclinaría a votar por aquel que favorezca y convoque a un diálogo abierto, donde no haya “superioridades” de ninguna índole. 

Otro punto importante en mi decisión es el de seguir construyendo sobre lo que hemos avanzado, corrigiendo errores que se han cometido en el pasado y buscando ideas innovadoras que protejan cada vez más los aspectos sociales y medioambientales. Creo, como bien lo afirma Edgar Morin en su reciente libro Cambiemos de vía, que el mundo no está ahora para “revoluciones”. Ellas ya tuvieron su momento y mostraron sus fracasos. Hemos tenido muchos avances en nuestro país y no me detendré en indicadores, pero lo que sí es cierto es que Colombia no se halla en un estado de tabula rasa y sería un gran error destruir lo positivo que hemos construido hasta ahora. Ciertamente hay inequidad, pobreza, analfabetismo…, pero nuestra sociedad ha avanzado y –lo más importante–, el país entero ya tiene mayor conciencia de “la Colombia víctima” a la que tenemos que atender, escuchar y resarcir para construir una nación reconciliada de cara al futuro. En esto Francisco de Roux ha sido un gran baluarte para nuestra evolución.

Por todo lo anterior, y “a la altura que estamos en este debate electoral”, y sin dar mi voto basada en cálculos electorales sobre quién podría ganar o tener más oportunidades, me decido por Federico Gutiérrez, porque me ha parecido un hombre auténtico, con ánimo conciliador que invita al diálogo, no excluye, y que hábilmente con su espontaneidad desarma los ánimos y espíritus violentos. Su juventud, su frescura, su autenticidad, espontaneidad, sensibilidad y transparencia lo hacen una figura que cataliza muy bien la imagen politiquera tradicional que hemos tenido hasta ahora y que solo nos ha generado desconfianza y pesimismo. Su presencia avizora un cambio favorable para el país. Su gestión en la Alcaldía de Medellín, su experiencia con las alianzas público-privadas, su respeto por todos los sectores, su sensibilidad y su implacabilidad con lo ilegal y la criminalidad me dan confianza y esperanza y me alegra enormemente que tengamos en el país a personas como él. 

¡Que sigan los debates y las sorpresas en el proceso! ¡Esperaría que pudiera mantener hasta el final esta decisión!

Marta Elena Villegas L.

Medellín, febrero de 2022

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“La verdad de la no repetición” – ¿Un mundo posible? 

En la entrega anterior planteaba esta hipótesis: si lográramos tener unas creencias e imaginario colectivo compartido sobre los valores en que creemos y la forma como  queremos vivirlos, nuestras acciones como personas, familias, comunidades, regiones y como país lograrían el cambio que deseamos. Sin embargo, creería que además de compartir unos valores, se haría preciso tener unas verdades comunes y, entre ellas, propondría la verdad de “la no repetición”. 

Todos hemos sentido de alguna forma el rigor del proverbio que dice “el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra” y que, según el Instituto Cervantes*, significa que “el ser humano no siempre sabe discernir conforme a la razón y por esa causa no aprende de la experiencia y vuelve a equivocarse en una situación semejante”. Ante ese vaticinio me sigo preguntando: ¿será que la violencia, el maltrato, la discriminación y la exclusión serán piedras con las que siempre tropezaremos? ¿Habrá un mundo posible donde la “repetición” de estos flagelos no se dé?

Esto viene rondando mi cabeza especialmente desde que el equipo que conforma la Comisión de la Verdad, liderada por Francisco de Roux, con su trabajo juicioso y riguroso, se ha dado a la tarea de esclarecer la verdad sobre el conflicto en Colombia y buscar la no repetición. En esa búsqueda de la verdad nos han permitido escuchar las voces de las víctimas y de los victimarios, todos ellos bajo diversas identidades, procedencias, ropajes y roles que en su momento les permitieron sufrir o alimentar el conflicto. 

En esa búsqueda de la verdad, ¡magna tarea que le han dado a los comisionados!, se han escuchado todas las versiones, desde las fundamentadas en hechos concretos, hasta aquellas que solo tienen como soporte la memoria, la ausencia y el dolor de la desaparición. La lucha entre lo objetivo, lo interpretado, lo corroborado y lo contrastado se vuelve cada día un reto mayor ante una sociedad que cada vez está más perpleja y desconcertada ante esta catarsis colectiva de víctimas que ha inundado el país. Luego de escuchar a Francisco de Roux, quien con su mirada compasiva nos invita a hacer lo mismo, nos dice que “los victimarios antes que nada han sido víctimas”, y de conocer sobre tanta crudeza y dolor, me sigo preguntando: y con esta realidad, ¿cómo podría ser Colombia el país en que me gustaría vivir?

Si bien la Comisión tiene muy claros sus objetivos y metodologías para lograr su cometido, me sigue inquietando saber cuál es la verdad común que necesitaríamos tener como colombianos para hacer de Colombia el país en que nos gustaría vivir. Es más, al escuchar en días recientes el diálogo o, mejor dicho, la interlocución entre Salvatore Mancuso y Rodrigo Londoño facilitado por esa misma Comisión, recordé una de las populares doloras de Ramón de Campoamor: “y es que en el mundo traidor / nada hay verdad ni mentira, / todo es según el color / del cristal con que se mira /”, y observaba cómo cada uno de ellos tenía “su verdad” o “su cristal”… empañado muchas veces por el odio y/o “el fin justifica los medios”, mostrando ambos con gran maestría su impotencia para “justificar lo injustificable”.

Imposible no reconocer la insensatez y la deshumanización que lleva consigo la guerra. Allí no hay lógica, no hay racionalidad, solo hay seres que se dejaron arrastrar por sus instintos animales y sacaron lo peor de sí mismos y de los demás. Un gran testimonio para reconocer que el camino de la violencia, del maltrato, la discriminación y la exclusión solo trae dolor y odio y, lo peor, no beneficia a nadie. Al escucharlos no solo llegaron a mi mente imágenes y sonidos de dolor y atrocidad que se han vivido y se siguen viviendo en nuestro país, sino también otros hechos que hemos vivido como familia humana en nuestro planeta a lo largo de la historia.

Gandhi, Mandela, Martin Luther King, el juicio de Nuremberg, el juicio de Tokio y el nacimiento de la Corte Penal Internacional, los campos de concentración, el muro de Berlín, el Museo del Apartheid en Johannesburgo, el Museo del Holocausto en Jerusalén… personajes, hechos y símbolos de la historia reciente que están ahí para no olvidarlos, que nos invitan a “No repetir”, a que saquemos no lo peor, sino lo mejor de nosotros mismos. Y eso, “lo mejor”, por la equidad de la creación, todos lo tenemos; es más, todos lo llevamos en nuestro interior.

Estoy convencida de que el proceso que estamos viviendo en Colombia puede convertirse en una gran luz de esperanza, en dejarnos la gran verdad colectiva y compartida de la no repetición, la verdad del reconocimiento, la comprensión y la convicción de que el camino de la violencia, el maltrato, la discriminación y la exclusión solo trae dolor y odio y no beneficia a nadie. Una luz que nos invita y alerta a que no repitamos lo que nos daña y destruye, a que no tropecemos de nuevo con estas piedras.

Porque vivir en una Colombia donde su verdad fundamental compartida sea la no repetición de palabras y actos que dañan y destruyen, es donde me gustaría vivir. Un país en que esa gran verdad colectiva ha surgido de unos ciudadanos valientes y audaces que enfrentaron sus propios demonios y les dieron la cara y les dijeron: no más. Un país con una gran tarea pedagógica y de compromiso con las generaciones presentes y futuras y con el propósito de restaurar la dignidad y la vida de los que han sufrido lo insufrible. Una Colombia que cuente con todos los testimonios, voces y lágrimas de los actores del conflicto para hacer que nuestra conciencia como ciudadanos se abra a la transformación y no repitamos más actos de violencia, maltrato, discriminación y exclusión. ¡Un mundo posible que está en nuestras manos alcanzarlo! 

Porque fuimos creados para ser más y no para ser menos humanos.

https://cvc.cervantes.es/lengua/refranero/ficha.aspx?Par=58612&Lng=0

Marta Elena Villegas

Septiembre, 2021

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En el artículo anterior identifiqué cuatro categorías o culturas que reflejan diferentes comportamientos como colombianos y creencias o imperativos morales que subyacen a ellas. Acotaba cómo todos al actuar podemos reflejar unas creencias no solo de uno o más tipos de cultura ‒o de todas‒, dependiendo de las circunstancias de cada quien. Tal situación nos permite camuflar las actuaciones de “villanos” o destructores del bien común con otras más nobles, de cuidado o de trabajo esforzado. 

Nuestra ambivalencia comportamental nos ha llevado a conformar una sociedad donde pareciera que “todo vale” e impide llamar “malas, dañinas o incorrectas” ciertas actuaciones, porque el “personaje” que las realiza en otros ámbitos es considerado un “buen ciudadano o una persona exitosa”, lo que confunde el razonamiento moral. Todo esto coadyuvado por la presencia, en la historia social, económica y política de nuestro país, de personajes estilo Robin Hood, quienes para unos son “villanos” y para otros “héroes”, cuyas “buenas obras” están a la vista de todos en la amplia geografía nacional. 

Esa situación ha causado un relativismo moral. Hablo de moral acudiendo a su origen etimológico de costumbre (mor, decían los latinos), donde tenemos una sociedad en que “todo depende” y “todo es a conveniencia”, pues no existen criterios comunes o acuerdos sobre cuáles son los valores o creencias que como sociedad queremos proteger y que, más aún, nos comprometemos a vivir.

De hecho, la invitación que hacía de “volver a nuestro interior, escuchar nuestro corazón, nuestros valores esenciales y reconocer el maravilloso país que se nos ha dado, lo que hemos construido hasta ahora, revisar y hacer un plan de acción sobre lo que queremos como país y cómo queremos vivir”, demanda que, entre todos, mediante el diálogo, soñemos o proyectemos una “nueva categoría de cultura”, categoría que podríamos denominar Cultura de la Colombia sana y sanadora.

La nueva cultura podría tener creencias o imperativos subyacentes como: haz al otro lo que te gustaría que te hicieran a ti; el bien común está primero que el bien particular; hacerse responsable de las consecuencias de los propios actos; los errores se reconocen y se aprende de ellos; todos somos vulnerables y nos necesitamos; la naturaleza y todos los seres vivos requieren ser cuidados. En fin, no puedo ni quiero ser exhaustiva, pues esta propuesta para ser viable y posible demandaría que fuera emprendida colectivamente y con una amplia participación de la sociedad.

Los valores fundantes podrían incluir el respeto, la empatía, la no violencia, la responsabilidad y el bien común. La puesta en marcha de esta propuesta partiría de la reflexión personal de cada uno acerca de sus propios valores y de cómo los entiende en su práctica. Posteriormente, la reflexión y discusión se ampliaría en forma abierta e incluyente para ir obteniendo, mediante el diálogo y el consenso, acuerdos parciales que permitan ir avanzando a un gran pacto de país sobre los valores en que creemos y queremos vivir todos como colombianos. Esto incluiría un entendimiento de las prácticas concretas en las cuales podríamos vivir los valores escogidos, de tal forma que al final nos sintamos y seamos mejores seres humanos. 

En consonancia con lo anterior, mi hipótesis es que si lográramos tener unas creencias e imaginario colectivo compartido sobre los valores en que creemos y la forma como decidimos vivirlos, nuestras acciones como personas, familias, comunidades, regiones y como país lograrían el cambio que deseamos. Sin este acuerdo fundamental, pensaría que avanzaríamos dando “palos de ciego”, con buenos o brillantes programas de gobierno y planes de desarrollo que no seguirían pasando de ser “buenas ideas e intenciones”, pues en la práctica todos nosotros, como personas, seguiríamos igual, “navegando a conveniencia” y sin considerar siquiera la posibilidad de llegar a un puerto común con otros colombianos con quienes hubiera valido la pena hacer el recorrido. 

Soy consciente de que cuando se habla de cambio cultural muchos piensan en utopías o tareas descomunales. Sin embargo, creo que es posible. Habría que dar el primer paso, es más, estoy segura que otros ya lo están haciendo. De hecho, una de las oportunidades que ha suscitado esta pandemia es la de haber propiciado aceleradores de cambio cultural, al desvelar la profundización de realidades como la inequidad, la falta de oportunidades, de reconocimiento y participación, al igual que la necesidad imperiosa de dialogar, escuchar y reinventarse. 

Por ello, en este contexto, un cambio cultural se vuelve ahora una tarea no solo posible, sino también necesaria e ilusionante, de tal forma que en una o dos décadas, si nos lo proponemos, partiendo cada uno de su interior y sin imposiciones o fabricaciones externas, pudiéramos tener como resultado una Colombia en la que salir a la calle se convierte en una experiencia estimulante, sanadora y realizadora, porque nos permitiríamos ser personas más humanas. 

Todas las condiciones están dadas: un país con gente inteligente y maravillosa, una biodiversidad excepcional y un territorio potente que invita a la renovación. Esta es la onda a la que los invito.

Esta es mi primera “piedra”. Por nuestras generaciones futuras, ¿te animas a seguir en esta onda?

Marta Elena Villegas L.

Agosto, 2021

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Colombia, y su situación, puede ser vista desde varias perspectivas, que este artículo denomina categorías o pluralidad de culturas, y que explican muchas facetas de nuestros comportamientos como colombianos. Si miráramos hacia adentro reconoceríamos las grandiosas personas que estamos llamados a ser y el hermoso país que se nos ha dado.

Si miráramos a Colombia o, más bien, a los colombianos bajo una especie de marco de referencia cultural y tratáramos de identificar los diferentes valores o creencias subyacentes que fundamentan sus motivaciones para actuar, propondría en forma intuitiva o de observación práctica las siguientes cuatro categorías:

Cultura mafiosa: en esta categoría las motivaciones o creencias que subyacen al actuar se presentan en forma de frases o imperativos tales como “sálvese quien pueda”, “tener es poder”, “mi interés particular y el de mi familia o clan son lo único que importa”, “el vivo vive del bobo” y “si yo no tomo el atajo, otro lo hará”.

Cultura de las víctimas: las frases o imperativos de esta categoría serían: “si no se es víctima, se es victimario”; “llegó la hora de reconocer nuestros derechos”; “restitución de bienes y compensaciones es lo que merecemos”; “en el ADN de Colombia está la violencia”; “los derechos de las víctimas y minorías son los que importan”; “ejercer presión y violencia son prácticas apenas normales para obtener reconocimiento”; “el hambre y la falta de oportunidades justifican la violencia”; “los ricos (o los ‘otros’) son expoliadores de lo público y de lo privado”; “los ricos (o los ‘otros’) son los que tienen que pagar por la destrucción o construcción”.

Cultura de los emprendedores: en esta categoría cabrían frases como “cada uno obtiene lo que le corresponde a su trabajo y méritos”, “la educación y el trabajo son claves para progresar”, “la propiedad privada debe respetarse y hacerse respetar”, “la violencia se justifica para defenderse y defender la propiedad privada y la pública”, “las instituciones tienen el papel de proteger/mantener el sistema” y “la democracia favorece el diálogo y la participación”.

Cultura del cuidado, derechos humanos y medio ambiente: las frases o imperativos de esta categoría serían estos: “los recursos naturales son valiosos y necesarios, hay que cuidarlos”; “los animales y seres vivos tienen derechos que hay que proteger”; “hay que escuchar e incluir a las minorías”; “los derechos de las minorías y de las víctimas son lo primero”; “hay que disminuir la inequidad”; “la corrupción es un mal que debe exterminarse”; “el camino es la cooperación”, y “todos somos parte de la solución y todos tenemos obligaciones”.

Grosso modo, estas serían las categorías y sus premisas o creencias subyacentes que podrían explicar mucho nuestro comportamiento como colombianos. Si bien, categorizar simplifica y no es exhaustivo, lo cierto es que cada uno de nosotros obra de acuerdo con creencias de una o varias de esas categorías. Actuamos muchas veces dándole preponderancia a valores preferentemente individualistas y otros más colectivistas. Pero más allá de esto, lo que vemos es una traza de tendencia al conflicto y a la violencia que se “autojustifica”, bien sea en pro de corregir una injusticia o defenderse de un ataque. 

Vemos cómo en Colombia ‒en el discurso o narrativa dominante‒ nunca han estado presentes temas como la no-violencia o el bien común. Los líderes a escala nacional e incluso nosotros como ciudadanos, no hemos enfatizado o acordado imperativos de convivencia como el respeto, la empatía, el diálogo y la no-violencia. 

En una sociedad como la nuestra y ante unas circunstancias de alta desconfianza en las instituciones y líderes de todo tipo, agravadas por una pandemia que ha afectado la salud y economía de millones de hogares, con motivaciones fundadas en el “sálvese quien pueda” y “lo que importa es mi bienestar”, esto solo puede desembocar en zozobra, malestar, violencia, despojo y caos social. 

¡Por eso hay que parar ya, descubrir nuestros ojos y destapar los oídos! Volver a nuestro interior, escuchar nuestro corazón, nuestros valores esenciales y reconocer el maravilloso país que se nos ha dado, lo que hemos construido hasta ahora, y revisar y hacer un plan de acción sobre lo que deseamos como país y la manera como queremos vivir todos.

Pero antes que hacer una lista de proyectos y frentes de acción en una escala de tiempo, propongo hacer un pare, acordar y ensayar cómo nos sentiríamos en un país donde el respeto, la empatía, la no-violencia, el diálogo y el bien común fueran las creencias/valores que fundamentaran todas nuestras decisiones y acciones como personas, como familias, como comunidades, como regiones, como país. 

En consecuencia, no sé si entonces seríamos un país más rico o con mejores indicadores de desarrollo, pero lo que sí sé es que sería un país donde me gustaría vivir, porque al final del día sabría que al salir a la calle y desarrollar mis sueños me encontraría con personas que me escucharían, me respetarían, en fin, me sentiría en un ambiente de confianza. 

Creo que eso sería lo necesario para mi impulso vital y el de muchos otros. Ese es el “impacto de onda” en el que creo y que busco generar cada día. 

Y tú, ¿en qué país te gustaría vivir?

Marta Elena Villegas L.

Agosto, 2021

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