¡Por supuesto! Es posible y fascinante viajar a través de las historias mientras podemos empacar maletas y poner sellos en el pasaporte. Por eso, vale la pena recordar algunos de esos momentos sublimes, casi inefables, de nuestros viajes. Ya no es tan significativo el cómo fueron sino más bien cómo los recordamos, qué recordamos y por qué son tan fuertes y vívidas esas imágenes.
No es nada fácil decidirse por un país, un recorrido, un lugar específico o una emoción particular. Con los textos pasa algo similar a lo que sucede con los amores: hay que decidirse por uno para entregarle la atención y cuidado, para ordenar los sentimientos, las ideas y, de esa manera, disfrutarlo debidamente y con todos los sentidos. Por eso, intentaré narrar mis recuerdos de lo vivido en los ghats de Varanasi, India, uniendo las experiencias de dos ocasiones en las que pude estar allí: en 2009, junto a la Academia Cultural Yurupary, y con la Facultad de Artes de la Universidad de Antioquia en 2016.
Los viajes, sabemos, se parecen mucho a los libros porque, cuando se revisitan, esta vez en la imaginación, se ven, sienten y gozan de muy distinta manera. La maravilla está en que tanto relatos como lugares siguen siendo los mismos, pero nosotros cambiamos no solo de edad, sino también de experiencia interpretativa, de sensaciones, de emociones, de entendimientos. Esos lugares, al igual que los libros y los amores, parecen cada vez nuevos, diferentes y, por eso mismo, fascinantes, atractivos, adictivos. Todo vuelve a ser, si lo permitimos y deseamos, novedoso, seductor, interesante.
Varanasi es el nombre oficial de la ciudad tradicionalmente conocida como Benarés, la de los templos, la sagrada, la de la luz. Con una población de cuatro millones de habitantes, irradia vida, bullicio y alegría. Pero, además, podría decirse que es la ciudad de la muerte. De acuerdo con la promesa del Dios Shiva, quien muera en Varanasi será liberado del ciclo de las reencarnaciones y, por lo tanto, su alma disfrutará de la luz divina, del Nirvana. Es debido a esto que muchos ancianos y enfermos de la madre India eligen pasar allí la última etapa de sus vidas.

En la parte central de la ciudad hay una larga serie de imponentes edificios sobre la rivera del Ganges. Son templos y palacios que se conectan con el río a través de amplias escalinatas, los ghats. Cada vez que se llega a la experiencia fuerte y potente de Varanasi, parece que todo vuelve a moverse en una especie de circularidad, muy propia de la filosofía hinduista. El amanecer y el anochecer, como momentos del reiterado inicio y final del día, son los horarios más recomendables para vivir la experiencia de los gaths del Ganges, con su magia y ritualidad.

La diosa Ganga
Al sumergirse en el río Ganges, los hinduistas están ante su Diosa Ganga. De ninguna otra manera se entendería que todos, sin distinción alguna, se sumerjan en actitud de veneración. No se están mojando en un charco de agua, están ante el más sagrado de sus templos. Teóricamente, hay diferentes ghats para diferentes actividades: los de cremación, los de aseo y oración, las lavanderías. Aun así, los límites entre uno y otro no son claros y se confunden, lo que equivale a hacer todo en el mismo río, desde lavarse los dientes, asear el cuerpo y lavar la ropa, hasta orar y limpiar de todos los pecados de vidas pasadas a los seres queridos, entregando las cenizas de la cremación de sus cuerpos al río.
El Ganges, hermoso, amplio y generoso recibe a todos sin distinción para purificarlos y permitirles el paso a otra forma de vida que dependerá de cómo se haya procedido en la anterior. Los niños menores de un año, las mujeres embarazadas, los sacerdotes, los leprosos y los muertos por picadura de serpiente no son cremados. Ellos ya están purificados. Asimismo, los cuerpos de las vacas, animales sagrados y dadores de vida también flotan río abajo.

Las mortajas para los cuerpos humanos son una fiesta y se ven desfilar los cadáveres por muchos lugares rumbo al río, ataviados con prendas rojas, amarillas, naranjas. Es definitivamente conmovedor acompañar al hijo mayor del difunto, siempre de pie cerca al sacerdote, porque será quien inicie el encendido de la pira funeraria. Él rasurará completamente su cabeza como manifestación de luto y emprenderá una larga caminata. Para asegurarse de que la ceremonia transcurra en silencio, las mujeres no asisten a los ghats de cremación porque se cree que les es más difícil contener las lágrimas. Es tranquilizante que a las 5:00 de la mañana, en pleno y bello amanecer en el Ganges, el olor no nos recuerde para nada que es un cuerpo humano el que se está incinerando, porque prevalece el olor de la madera elegida: teca, mango o sándalo, según el presupuesto familiar.

Según dicen, cada día se incineran unos 150 cuerpos. El cadáver se sumerge en el río antes de la incineración. Concluido el ritual, las cenizas se depositan en las aguas sagradas. Mientras tanto, en los ghats de oración, los fieles miran y rezan devotamente la salida del sol como ejercicio diario de lo que ha sido antes y será otra vez, y otra vez. Se trata de que cada uno se renueve diariamente, igual que el sol, el cual es sagrado, por supuesto, como casi todo lo demás; los millones de dioses en India tienen, todos y cada uno, su motivo y razón de ser. Estamos siendo testigos de honor allí porque es el círculo infinito de la vida que se renueva, de manera constante e infinita. En ese ciclo entramos todos, hombres, dioses, elementos de la naturaleza.

Se encuentra uno allí, en los ghats, dramáticamente solo entre la multitud y los amigos viajeros, lleno de un maravilloso no se qué, pero en cualquier caso, sereno, emocionado, conmovido. Nadie tiene que indicar que nuestras cámaras fotográficas, sedientas de imágenes, permanezcan en reposo. La indicación se siente y se obedece de manera casi natural. No estamos ante ningún espectáculo, sino ante un sentido ritual de fe. Se nos permite presenciar una ceremonia ancestral que, por los siglos de los siglos, se ha realizado allí, en la hasta hace poco llamada Benarés, una de las ciudades más antiguas del mundo.
Aparece, de manera natural, la oración privada por nuestros difuntos amados y por la hermosa vida. Es inexplicable por qué en pocos minutos se pasa de la extrañeza, la lejanía y el temor a ver este momento y sus personajes como si fueran hermanos, amigos de siempre y del alma. Nosotros, los viajeros extranjeros, lloramos en silencio para no alterar la conmovedora experiencia mientras reflexionamos sobre la pequeñez humana. Entra uno en una rara especie de comunión intercultural. Lo mismo que le sucede a Anita Delgado cuando, en Pasión India, entrega a su hijo para que sea bendecido por los hijras. Allí uno siente que el río es nuestro templo sagrado, sin distinciones religiosas o culturales, y que cada uno puede tener un encuentro directo con su idea de divinidad o con lo más profundo de su ser, si profesa el hermoso humanismo de Spinoza. Imposible dejar de preguntarse ante semejante celebración, más de vida que de muerte, cómo quiere uno ser recordado.
Sería triste alcanzar a ver solo un río sucio y una gente extraña en los ghats de Varanasi. Esta experiencia puede ser tan devastadora como la vivida por Jorge Zalamea en El sueño de las escalinatas, quien vio en esas escenas el más desgarrador espectáculo de la miseria humana. O puede pasar, como fue mi caso, que dejé el alma cargada de una dulce sensación mística, como una especie de paz interior.

Sospechar de la propia mirada
Si en algo nos alerta Varanasi es respecto a nuestros prejuicios y miradas reduccionistas, porque cuando viajamos lo que se ensancha es nuestro criterio. Por eso los viajes son entrenamientos en interculturalidad, tolerancia, entendimiento, interreligiosidad, diversidad, respeto. Si viajamos para confirmar exclusivamente nuestra pobre y limitada verdad, determinados por la educación, religión, política y economía que llevamos puestas, no lograremos nunca afinar el oído y la mirada para que aquello diferente, contradictorio, confuso, incierto, que también nos constituye, sea valorado y considerado.
Por el resto de mi vida tendré ante mí la imagen de un perrito en los gaths robándose un hueso humano que todavía tenía algo de carne y le sirvió para saciar su hambre. A ninguno de los nativos de India en el rito de cremación le pareció extraño aquello y a mí se me movieron las entrañas. Por un momento sentí aquella imagen como el más tremendo irrespeto al cuerpo sagrado de un ser humano. En pocos minutos logré reaccionar y comprender que estaba leyendo aquello con la torpeza de mi religiosidad, mas no espiritualidad. Por ejemplo, en muchas culturas, como la etíope o la tibetana, es costumbre dejar los cuerpos humanos a la intemperie para que los animales se alimenten. Esto es lo considerado como bueno y noble con la naturaleza. Nada tiene que ver, en absoluto, con faltas de respeto, veneración o dignidad.
El problema fundamental está en creer que nuestra mirada es la única buena, válida, digna, salvadora y que lo que se aparta de ese entendimiento es malo, pecaminoso, peligroso o supremamente sospechoso. Es allí donde nacen tantos fundamentalismos y maltratos de todo orden. Vale la pena recordar que el mundo no es en blanco y negro. Tiene la inestimable riqueza de la diversidad, de las abundantes tonalidades del gris cuando va del blanco blanco al negro negro. Para lecciones de ese tipo es que vale la pena ir por el mundo intentando ser un mejor ser humano y manteniendo bajo control el cinismo de la simplificación y la arrogancia de sentirse el ombligo del universo.
Gracias a lo aprendido en la Fundación Gandhi y a las conversaciones largas con mis amigos, indios e hinduistas, Harivadan y Hasita Shah, la mirada y el oído se me han ido afinando para descubrir la belleza y profundidad de la cultura de la India.
Luz Gabriela Gómez Restrepo
Fotos: Carlos Arturo Fernández Uribe