Los viajes continúan en el recuerdo. Y los recuerdos se identifican con las fibras más profundas de nuestra existencia: somos lo que hemos sido, lo que hemos vivido. Cada día, cada viaje, cada experiencia, es un ladrillito que nos construye, aunque parezca intrascendente y sea difícil transmitir el valor que le damos.
Muchas veces recuerdo una imagen de hace 42 años. Caminando por un sendero del Monte Athos, en el norte de Grecia, nos perdimos. Pero arriba en la colina, no sé qué tan lejos, veíamos un pequeño monasterio; no había camino y debíamos atravesar la maleza que nos separaba de él. Sentí entonces un agudo dolor en la pierna: una abeja me había picado, una especie de inyección que ardía intensamente y que me acompañó varios días. Esperábamos que en el monasterio nos indicaran cómo encontrar el sendero perdido. Cuando finalmente llegamos, la sorpresa fue inolvidable. No había monasterio; estaba abandonado y solo se conservaban los muros y partes del techo. Pero en las paredes colgaban láminas enmarcadas, con vidrios rotos, retratos de los últimos zares rusos, Alejandro III y Nicolás II y sus familias. No había nadie, como si, de repente, estuviéramos en otra dimensión: en un mundo tan sagrado y extraño que ni siquiera tuvimos la tentación de llevarnos una de aquellas láminas, casi basura, destinadas a la destrucción y que a nadie interesaban. Lo demás son suposiciones. Quizá, quién sabe cuántos años atrás, fue residencia de monjes rusos y, tal vez, en épocas turbulentas, que a juzgar por las láminas de los zares se remontaban a comienzos del siglo XX, estos monjes debieron buscar refugio en los grandes monasterios de la península. La soledad era sobrecogedora.
Es un recuerdo que atesoro, a pesar de que podría haberlo olvidado hace mucho tiempo. Pero volver sobre él me sirve ahora como disculpa para recordar el viaje más insólito de todos los que he realizado en mi vida.
En agosto de 1979, tres amigos colombianos, estudiantes en Italia (Carlos Alfonso Crismatt, quien falleció siendo misionero en Angola; Carlos Esteban Mejía y yo), decidimos visitar el Monte Athos, quizá la región más extraña de Europa, tanto que es llamada a veces “el Tíbet cristiano”. La República Monástica Autónoma de la Santa Montaña existe desde el año 963; gozó siempre de la protección de los emperadores de Constantinopla, de los reyes y zares de los países bizantinos, del Patriarcado de Constantinopla y de todas las Iglesias orientales. Pero ante un mundo que desaparecía, a comienzos del siglo pasado se acogió a la protección de Grecia. Es la más oriental de tres penínsulas en el norte de Grecia que, como largos dedos, penetran en el mar Egeo. Tiene una longitud de 57 km y entre 7 y 10 km de anchura. Por ser un estado monástico autónomo perviven en Athos leyes medievales, inimaginables en un país moderno. La más llamativa es la que, ya desde su creación en el siglo X, prohíbe el ingreso de las mujeres.

En épocas de esplendor, Athos tuvo hasta 40.000 monjes. Hoy lo habitan unos 2500, ortodoxos, de origen griego, ruso, serbio, georgiano, búlgaro y rumano. Hay 20 monasterios principales y una docena de pequeñas comunidades de ermitaños. Y hay anacoretas: monjes que viven en soledad, lejos de las grandes comunidades, pero vinculados con alguna de ellas.
Aún hoy el Monte Athos es tan extraño que acepta apenas 110 visitantes al día, de las cuales solo 10 pueden ser no ortodoxos. No recuerdo las cifras de hace 40 años, pero al llegar a Kayrés éramos unas 30 personas, todos peregrinos ortodoxos, excepto estos tres viajeros colombianos.
Los días siguientes caminamos por paisajes increíblemente bellos, con una vegetación exuberante, conociendo antiquísimos monasterios llenos de reliquias, de incunables, de iglesias fabulosas. Era pleno verano, con un calor que apaciguábamos a veces en un mar intensamente azul, en costas desiertas. A veces pienso que esta historia no la viví, sino que la soñé. Por fortuna, mi mamá conservó las postales que enviaba de todos mis viajes y con ellas puedo reconstruir el recorrido por los monasterios.
Nuestro propósito era comenzar, siempre a pie, por los monasterios de la vertiente oriental de la península. Por eso, de Kayrés fuimos al Monasterio de Iviron, del siglo X, y tras visitarlo seguimos hacia Stavronikita, el más pequeño del Monte Athos, una especie de fortaleza frente al mar.

Para ser hospedado en un monasterio es necesario llegar antes del final de la tarde. Aunque llegamos a Stavronikita a una hora oportuna, nos indicaron que estaba lleno, pero como no teníamos adónde ir, nos acomodaron en la torre más alta, con una vista que quitaba el aliento. Esa noche cenamos con los monjes en un comedor que parecía salido de una película. Comimos berenjenas cocidas frías; tras recoger los platos y hacer las oraciones, pusieron en la mesa el desayuno que tendríamos al día siguiente: berenjenas frías. Nos invitaron a la misa que empezaba a las 4:00 de la mañana, pero nos aclararon que si llegábamos a las 7:00 asistiríamos todavía a buena parte de la ceremonia. Seguimos al Monasterio de Pantocratoros, del siglo XIV. Como siempre, una iglesia bellísima llena de frescos y de iconos. Y claro, berenjenas frías, de nuevo. Una tormenta nos obligó a quedarnos y pudimos descansar y dormir en Pantocratoros.

Al día siguiente conocimos Vatopedi, más al norte, el segundo monasterio más importante del Monte, que fue la mayor universidad monástica del mundo bizantino, con reliquias tan santas como el cinturón de la Virgen y el cráneo del Bautista. Nuestro propósito era tomar el barco de la tarde hacia el sur, al Gran Lavra, el monasterio principal. Pero la vida tenía otro plan, nuestra aventura apenas empezaba e íbamos a conocer mucho más de lo previsto.

El mar estaba muy picado y no pasó el barquito. Entonces, para llegar al Gran Lavra, debíamos buscar la costa occidental y, por tanto, caminar de regreso a Kayrés, la capital, atravesando la península. Ya al atardecer divisamos un gigantesco monasterio y fuimos a pedir hospedaje; tras mucho tocar la campanilla apareció un monje: no podía recibirnos, nos explicó. Aquel había sido un monasterio de 4000 monjes, pero años atrás ocurrió un incendio, como en muchos monasterios del Monte; ahora vivía él solo, cuidando las ruinas, a la espera de que algún día se pudiera reconstruir el edificio. Ya de noche llegamos a Kayrés y nos alojamos en un hotelito que parecía salvado de la Edad Media, con paredes de madera vieja y carcomida y lámparas de aceite.
Estando en Kayrés pudimos usar el viejo autobús hasta el puerto de Dafni. Tras una larga caminata llegamos a Simonos Petras, el más impresionante de los monasterios, construido sobre un acantilado a 330 metros sobre el nivel del mar. El barco finalmente llegó y salimos hacia el Gran Lavra: un recorrido especialmente hermoso, con la abrupta montaña de 2000 metros de altura, dedicada a la Transfiguración del Salvador, tachonada de casitas de ermitaños y anacoretas.

El Gran Lavra, el primero y más importante de los monasterios de Athos, fue fundado por San Atanasio en 963. Sus riquezas artísticas y documentales no tienen comparación en la península; por eso, se protegió con una muralla de piedra que recoge numerosos edificios alrededor de dos patios principales, como si fuera una pequeña aldea.

Pero faltaban sorpresas. Era nuestra cuarta y última noche en el Monte Athos y al día siguiente tomaríamos el barco para regresar a Grecia. Sin embargo, hacia las 8:00 de la noche el monje encargado de los huéspedes nos informó que el mar seguía muy picado y que al día siguiente no habría barco. Tampoco podíamos quedarnos allí más de una noche, sino que debíamos salir temprano en la mañana hacia el Monasterio de Iviron: al menos ocho horas de camino siempre que no nos extraviáramos, nos dijo, y nos recordó que si llegábamos tarde no nos abrirían la puerta.
Fue un recorrido inolvidable en medio de bosques magníficos. Inolvidable, por la pérdida que pronosticó el monje que, casi mágicamente, nos llevó al pequeño monasterio ruso abandonado con sus retratos de los zares. El camino nos permitió conocer otro monasterio, el de Karakalos, antes de llegar, justo a tiempo, a Iviron. Era nuestra quinta noche en Athos. Nuestro “Diamonitrión” estaba vencido y nos preocupaba el rigor de las normas; pero nadie pareció notarlo. El lugar es tan magnífico que, según una antigua leyenda, la Virgen María estuvo aquí junto con su hijo y le pareció tan hermoso que se lo pidió de regalo.
En Iviron nos despedimos del Monte Athos. Al día siguiente, 16 de agosto, tomamos el barco y regresamos a Grecia, agotados pero felices. Con los años, los recuerdos parecen ir mezclándose con los sueños, con los anhelos, con las imaginaciones. Pero tengo la certeza de que esta vez todo fue real. Ahora hay muchas novedades en la Montaña Sagrada. Además de celulares y correos electrónicos, hay carreteras que unen los monasterios y minibuses entre ellos o, si uno prefiere, un servicio de taxis que, sin embargo, parece ser bastante costoso. No pienso así de la vida: pero frente a esas novedades, en este caso sí creo que, al menos para quienes entienden el viaje como una experiencia vital, el tiempo pasado fue mejor en el Monte Athos.
Carlos Arturo Fernández Uribe
Fotos de Carlos Esteban Mejía Londoño