Ante la dolorosa situación que atravesamos en Colombia decidimos manifestarnos. Por eso, les propusimos a quienes desearan hacerlo, que escribieran un texto breve al respecto.
Este artículo hace parte de la cosecha que obtuvimos.
Desde hace unos años estoy habituado a preguntarme “dónde estoy parado”, para mirar los acontecimientos que me rodean. Es obvio que el hecho geográfico de la distancia influye en esa mirada, al igual que la cultura que estoy viviendo. No obstante, intento decir mi palabra desde otra latitud (Italia).
Creo que la historia de mi país tiene un largo recorrido aunque lo que de ella conocemos en detalle se remonta a algo más de 530 años. Los antepasados de quienes nos descubrieron y nos encubrieron apenas hace parte de nuestra conciencia. A partir de ese final del siglo XV de la era común –la historia de las religiones obliga a respetar los diversos credos– comenzó a radicarse entre nosotros, a poco de la sorpresa mutua de pobladores indígenas y advenedizos, conquistados los unos y conquistadores los otros, el sentimiento de que los huéspedes (hospes, decían los antiguos romanos) eran enemigos (hostes, según ellos). Fue entonces cuando la hospitalidad, que había sido siempre generosa y tolerante cuando el enemigo tocaba a la puerta sin agredir, se convirtió en hostilidad permanente, que con el tiempo llegaría hasta el odio.
La razón: el poder de quienes conquistaban fue trasformando el estado de cosas originario en castas, en unas gentes que “tenían clase” y otras gentes que simplemente eran “de otra clase”, digamos que desclasadas. Y así la “clase social” empezó a ser la clave de la historia colombiana. Como los conquistadores, ahora colonizadores, sumaron a los pobladores del continente otros seres humanos que consideraban bestias de carga, las clases sociales se complejizaron aún más: los desclasados se tornaron marginados, marginales.
Los de las castas superiores habían empezado a llamarse “los buenos”, que se consideraron siempre más numerosos que sus contrarios. Por supuesto, los malos eran los de las inferiores. Los primeros honraban al dios del triunfo, el del crecimiento. Los segundos tenían que conformarse con “mi Diosito” y “la Virgencita”: muy respetuosos –el respeto era un rito religioso de norma entre las castas– los escribían con mayúscula; y cuando ni él ni ella bastaban, añadían algún santo o santa. Todo dependía del estrato, el nuevo nombre de las castas. Pero con el correr del tiempo llegó la rabia. Incontenible. porque oculta durante demasiados años, siglos. Por eso, todo explotó.
Hubo gente, sin embargo, que asumió los riesgos de la educación. De la re-educación de las castas para que los de arriba y los de abajo aprendieran a ser simples seres humanos. Que, por serlo, podían empezar a llamarse hermanos, pues los unían la mismísima vulnerabilidad y fragilidad, bellas sin embargo, de todo lo humano. En la Biblia, las aventuras de los patriarcas hebreos y de los discípulos cristianos los habían convertido en hermanos sin vínculos de sangre y ni siquiera de cultura.
Quizás una mirada nueva a la historia futura de nuestro país logre que la rampante desigualdad se trasforme, no tan solo en igualdad, sino en oportunidades distintas para todos.
Alberto Echeverri
Julio, 2021